Opinión

Demostraciones Tupperware

Demostración Tupperware
Demostración Tupperware Cortesía: Especial


2024 que ya termina, ha sido el escenario de muchos quiebres y en muchos órdenes. Uno de ellos tocó una fibra arrumbada en mi memoria que conduce a la infancia, por buenas razones.

Resulta que Tupperware, esa compañía transnacional hoy desahuciada, fue el trampolín que utilizó mi madre (que en paz descanse) para sacarnos a flote en una época de vacas muy flacas allá, al terminar los años setenta.

Quien esté leyendo esto seguramente tiene en sus alacenas, sus cajones y en sus refrigeradores algún recipiente o utensilio de la marca, pues dichos productos sellaron la vida de dos o tres generaciones en México como en muchos países del mundo, especialmente en los Estados Unidos, donde el crecimiento vertiginoso de las clases medias fue acompañado de cocinas en forma y bienes duraderos que necesitaban cacharros y depósitos para preservar los alimentos ya no escasos sino, por el contrario, alimentos que empezaban a sobrar.

Esta observación, hecha por Amanda Mull de The Altantic, es importante porque guardar los suculentos excedentes se volvió una necesidad cotidiana de millones de personas. Y el genio que supo percibir esa necesidad masiva fue el señor Earl Tupper hacia finales de los años cuarenta del siglo pasado y cuya visión fue doble.

Por una parte, reconocer el cambio social que ocurría en la intimidad de las cocinas modernas y, por otra, utilizar de una manera versátil el nuevo material que los ingenieros estaban probando ya para casi todo: el plástico de polietileno capaz de contener de manera higiénica a los alimentos, cerrándolos herméticamente.

Pero la gracia y singularidad de esas vasijas también radicaba en la forma en que se vendían, no a través de tiendas comerciales sino por catálogo, mediante esquemas piramidales, personalizados, en las mismas casas de las clientas, bautizadas como “fiestas Tupperware” o como le llamamos en México, las “demostraciones de Toper”. Y es aquí donde entra mi madre.

Sujeta al apremio de no poder llegar a la quincena con la sola jubilación de mi padre, aquella mujer llegada a los cincuenta años decidió enrolarse en los ejércitos de la empresa (aún en contra de la voluntad de su marido). Resultó buenísima explicando la utilidad y versatilidad de los utensilios, recitando de memoria sus ventajas, exponiendo ofertas irresistibles y obligando a jugar a las señoras que acudían a aquellas “fiestas” jocosas en las que se repartían pequeños premios plásticos a diestra y siniestra.

Adoraba los lunes, sus cursos de capacitación, motivacionales, donde aprendía nuevos recursos, nuevos productos, nuevos trucos de venta. Acabó siendo alumna predilecta y creo que alguna vez recibió el premio “Brownie Wise”, la creadora del concepto “fiesta Tupperware”.

Durante más de seis años mi madre recorrió en camión la ciudad entera (en metro no podía, por el volumen de las bolsas que cargaba y los taxis eran tan prohibitivos como ahora), a veces escoltada por alguna de mis hermanas, hermano, a veces por mí: desde Ciudad Azteca hasta Coapa, de La Virgen, Ciudad Nezahualcóyotl, la Doctores o El Rosario. Era un ir y venir al menos dos veces por semana que arrancaba al terminar la comida, hasta pasada la hora de la cena.

En una versión premonitoria del “trabajo colaborativo” allí no había relación laboral formal, no había salario ni prestaciones ni viáticos, pero si “comisiones” como porcentaje de venta, estímulos y regalos que al cabo, dado el trabajo invertido, resultaron suficientes para sacar a flote un clan de seis. Y en simultáneo ocurrió algo igualmente importante: el mando de la casa cambió para siempre. Quien empezó a tomar las decisiones fue ella y la autoridad paterna, antes arbitraria y mandona, languideció. Ante los ojos de los hijos, aquella señora se convirtió en una presencia emancipada por el resto de su vida.

Se implicó en aquel trabajo al máximo. Tuvo incluso alguna invitación para acudir a una convención mundial de la compañía (creo que en Florida), la que rechazó dada la carga de su otro trabajo: nosotros.

Lo demás es conocido, llegaron las crisis de los años ochenta y con ellas la erosión del poder y de las ganas de comprar. Aun así, siguió adelante pero esta vez entre una clientela que también estaba cambiando rápidamente, pues como ella misma, las mujeres ya no estaban en casa y debían salir a trabajar. Congregar chicas para demostrar los recipientes se volvió cada vez más difícil y había que ir a buscarlas cada vez más lejos, lo que representaba a su vez, más esfuerzo invertido para obtener menos ingresos. La magia se fue apagando, pero para su fortuna, los hermanos crecimos y ya aparecían las primeras remuneraciones fuera de las aportadas por nuestros mayores. Apenas a tiempo.

El resto es historia. Tupperware padeció de los mismos problemas que mi madre (será porque llegaron a ser la misma cosa). En todas partes el esquema de las fiestas fue cada vez más difícil de sostener (salvo en Indonesia, dicen las fuentes) y la empresa se quedó a medio camino entre un producto siempre más caro que sus competidores y su obstinada fidelidad a las queridas fiestas que la inhibió incluso, para suscribirse al boom de las ventas en línea, como Amazon, hasta el 2022. Era demasiado tarde.

Para entonces la marca se había convertido en un nombre genérico tan universal como Kleenex o Xerox . Como es fácil de adivinar, para mí, esa empresa guarda un significado especial. Especialmente por las imágenes que proyecta en mi cabeza, la emancipación esforzada y gozosa de aquella que organizaba demostraciones de toper.

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