Opinión

La impotente potencia cultural

Libros antiguos El proyecto se realiza a través de alta tecnología de digitalización, mediante un escáner planetario Bookeye 5 V1A. (Cortesía Museo Franz Mayer)

Cada y cuando viene a cuento --y cuando no acude se le manda llamar--, aparece en los discursos patrios una cantaleta orgullosa (todos los discursos son patrióticos, desafortunadamente porque se devalúa a la patria con tanto manoseo), la enormidad de cultura nacional y sus orígenes. Eso nos hace respetables en el mundo. Yo no lo creo. Ni lo primero, ni lo segundo.

Si la cultura, en términos universales no es sino la acumulación y la aplicación de las ideas, del pensamiento, del arte, de la ingeniería, de la mecánica, del genio y el ingenio (no son lo mismo), nuestra contribución a ese conjunto acumulativo intelectual de la humanidad, es bastante chiquita, por no decir insignificante.

Sin irnos demasiado atrás en el tiempo, no tiene caso remontarnos al fuego domesticado hace un millón y medio de años o al uso de la rueda 3 mil quinientos años antes de Cristo. Bueno, ni siquiera colaboramos en la mitología universal con ese Dios; es una historia judía de hace 2 milenios.

Mejor sería analizar nuestras aportaciones a partir del año 1821 (cuando nos hicimos una nación independiente, llena de mestizos, criollos y naturales).

Para entonces en otras partes del mundo se araba la tierra con herramientas superiores a la coa mesoamericana; se había inventado la pólvora y el papel; la imprenta, los tipos móviles, los libros y la escritura fonética, cosa desconocida por los ágrafos pueblos originarios, sin alfabeto.

En 1824 Joseph Aspdin, un albañil inglés, mezcló arena molida, yeso con escorias y por calcinación descubrió el concreto. Hormigón, le llaman en otras latitudes. Aquí se hacían muros de adobe o guano.

Nunca se nos ocurrió (no se nos prendió el foco) inventar la bombilla incandescente. Si en aquellos años alguien domesticó el fuego, la generación eléctrica domesticó la luz. Y los mexicanos, no estábamos allí, como tampoco estuvimos cuando en 1902, Willis Haviland Carrier diseñó el primer sistema de aire acondicionado del mundo.

Domesticó al calor y al frío.

No hubo un sólo mexicano en la invención del telégrafo, el teléfono o la red w.w.w, aunque nos sigan diciendo de los remotos orígenes mexicanos de Tomás Alva Edison (su primer apellido es hispano, como la Maja Desnuda), quien creó más aparatos para la vida moderna, que todos los científicos mexicanos en varios siglos de no hacer nada, más allá de la tinta de cochinilla, las laquitas de Olinalá, el mucílago de la cera de Campeche y el cojín indeleble para marcar el dedo el día de las elecciones; la mariguana con alcohol para la reúma o los muros coloniales encalados con baba de nopal. Puras babas, como el pulquito, ese sí originario gracias a Xóchitl y la diosa Mayahuel.

De 1900 para acá estos son algunos inventos mundiales a los cuales no hemos contribuido (a veces) ni como obreros.

El zeppelin, el tractor, el mecano, los frenos de disco, la embotelladora, el electrocardiograma, la lavadora de ropa; la radio --y obviamente la TV--, el acero inoxidable, la cadena de montaje, el refrigerador, el cierre de cremallera; los semáforos, los juegos olímpicos, el fútbol, el básquetbol y las carreras de automóviles (¿Y cómo si no inventamos los automóviles?), el secador de pelo, los relojes, los rayos X, los tomógrafos, los resonadores magnéticos, el electrocardiograma, la ecografía, el ultrasonido, las microondas, la energía atómica, los satélites, el submarino, la bala, la escopeta, la tostadora, los patines de hielo, el caucho sintético; los antibióticos, las vacunas, la champaña, los aceleradores de partículas, el microscopio, el telescopio, el motor a reacción, la guitarra eléctrica, el magnetófono, las grabaciones estereofónicas, el IPod, el Ipad, el polietileno, el nylon, la bakelita, el watt; el radar la fotocopiadora, el bolígrafo, el fax, la computadora; el wi-fi, los transistores, los autos eléctricos, la bicicleta, los condones de látex, los niños de probeta, Alexa, mi bolígrafo Bic, mi Vocho; Netflix y ¿para qué seguir?, si a cambio ostentamos la grandeza de los pueblos originarios.

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