Opinión

Últimos bastiones de resistencia democrática

Índice de Estado de Derecho México obtuvo resultados desfavorables en Justicia Civil, con un puntaje de 0.37 y ocupando el lugar 131.

¿A ustedes les pasa? El término de diciembre no deja la sensación de fin de año (o no solamente) sino del fin de una etapa, como si hubiésemos visto y vivido la cámara rápida de una destrucción institucional y vital tumultuosa. 2024 si se constituye en un límite, un antes y un después y no es para bien.

En poco tiempo perdimos certezas edificadas con muchos esfuerzos y durante mucho tiempo. Me refiero a que ya no estamos seguros de que tendremos elecciones auténticas, fiables en todos sus tramos, meticulosamente organizadas, entre otras cosas, porque la austeridad las ha estado matando en estos años. Se ha esfumado el servicio profesional judicial que intentaba poner en primer lugar a la capacidad jurídica de los jueces, no su lealtad a un partido ni su popularidad. Tampoco tenemos la presunción de inocencia como principio de la justicia, sino su contrario: merecerás cárcel mientras las autoridades averiguan. En un movimiento sigiloso, pero consistente, se retiran de los medios de comunicación las voces más críticas, más incómodas, y se colocan en su lugar los voceros oficiosos del gobierno. Nos quedamos sin la institución que protege el derecho de acceso a la información de la ciudadanía: acceder o no a documentos públicos depende ya de la buena voluntad de los funcionarios. La pobreza, las centenarias desigualdades materiales que por fin habíamos logrado medir, han acabado en manos de un órgano no especializado y, por su parte, se terminaron los tiempos en los cuales las Cámaras (senadores, diputados) eran un espacio de la discusión, la argumentación, la expresión del pluralismo, la búsqueda de consensos: en su lugar tenemos una aplastante y vociferante hipermayoría ficticia, que no fue ganada en las urnas y que hace y deshace Constitución y leyes sin dialogar con nadie.

La frase rotunda “demolición de la democracia” siendo cierta, es demasiado general. Por eso hay que seguir a la politóloga Nancy Bermeo cuando nos invita a mirar las cosas -la democracia- como un “collage”, un conjunto de elementos determinantes de la vida social que, sin embargo, son desmantelados, apagados, borrados, pieza por pieza, uno por uno y no de un solo manotazo como los clásicos golpes de Estado en el siglo XX.

Una buena parte de los estudiosos de la política nos informan que todo esto comenzó allá a la mitad de la primera década del siglo XXI. La democracia como destino o puerto de llegada de un largo viaje, ilustrada por lo que Huntington bautizó “tercera ola” (y que comenzó en 1974, en Portugal) se había detenido y comenzó un movimiento en su contra en varias regiones del mundo, incluyendo Estados Unidos cuya magnitud y efectos se han amplificado, como nunca, después de la pandemia.

Entre 1974 y 1995, el número de Estados que podían clasificarse como democracias (plenas o destartaladas, pero democracias) según los cómputos de Freedom House, más que se triplicó, pasando de 36 a 117 países, un éxito sin precedentes que extendió la ilusión de que la democracia había superado los obstáculos y triunfado sobre todos sus enemigos para volverse “el destino de la humanidad” o -ya se sabe- “el fin de la historia”.

Después, ya en el primer año del nuevo milenio, el número de democracias alcanzó su máximo, 121 (México había llegado al club apenas cuatro años antes), pero el número volvió a caer en 2003, a las 117 democracias.

En un informe publicado en 2024 (https://bit.ly/4h3FQQI), se afirma que el número de países calificados como “democracias plenas” había descendido ya a 24, lo que significa solo el 8 por ciento de la población mundial. En cambio, el número de países autoritarios llegó a 59, lo que representa el 39 por ciento de la población mundial, lo que incluye varias de las naciones más grandes y pobladas de la tierra, como China, Rusia, Egipto e Irán.

El tamaño de la contra ola en el planeta, como puede verse, es muy grande y los procesos autoritarios que le acompañan cursan más aceleradamente que aquellos que alguna vez construyeron a las democracias. México es un ejemplo paradigmático que llama la atención: su transición democrática duró 20 años, su novicia vida democrática algo más que dos décadas, pero su deliberada destrucción necesitó tan sólo un sexenio.

El retroceso político global ha visto nacer otro fenómeno inquietante (la “internacional populista”), con lo que quiero decir que los populismos y las autocracias aprenden entre sí, no importa si se asumen de derecha o de izquierda, ellos organizan foros, reuniones mundiales y comparten a las consultoras, encuestadoras y propagandistas que han sintetizado la experiencia autoritaria en modernos “handbook´s”, auténticos manuales que dan la pauta a su estrategia política por todas partes.

La pregunta que se hacen Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su último libro (La dictadura de la minoría. Ariel, 2024) ya no es ¿por qué los autoritarismos se han enseñoreado en el paisaje internacional?, sino ¿por qué no han dado el paso definitivo a llanas dictaduras?

Respuesta. Porque hay una poderosa institución que las sociedades han aprendido a usar, aprecian y no quieren perder: la celebración de elecciones. En palabras de los autores, “es posible que las sociedades no estén profundamente comprometidas con los principios de la democracia, con la democracia liberal, pero a la gente le gustan las elecciones competitivas y, en particular, valoran la capacidad de rechazar malos gobiernos”. Con un dato adicional: incluso en los países donde ocurrieron golpes militares o se promulgaron leyes marciales en este siglo, las fuerzas armadas no tuvieron más remedio que convocar pronto a nuevos comicios (Ucrania y Honduras, por ejemplo).

Visto con ese lente, en México, nuestras instituciones antiautoritarias cruciales son, las elecciones mismas y la no reelección en el poder ejecutivo (J.J. Romero). Si nos miramos en esa clave comparada, podemos decir que el autoritarismo en el que nos movemos se enfrenta, aún, a esos dos grandes fundamentos históricos, políticos, sociales y mentales sobre los que se puede desplegar, todavía, la resistencia democrática de México. El último bastión descansa en ellas.

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