“El mundo era tan reciente -dice GGM en “Cien años de soledad” --, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
En ese deslumbrante arranque de su genial novela, el escritor nos ofrece, quizá sin habérselo propuesto, una explicación de por qué los políticos (de todos los signos), confunden su vanidad con la creación de un nuevo mundo: el suyo, el generado por sus ideas, por sus caprichos o por sus interminables anhelos de inmortalidad. Ese conjunto de sentimientos se llama megalomanía. Y es patológica.
Hay quien la padece y hay quien la estimula, como la aduladora alcaldesa de Tultitlán, Elena García, quien en un arranque de imaginación servil renombró las calles del pueblo, con lemas alusivos a la obra (¿?) del patriarca.
Llegó al extremo de llamar a una rúa, “Me canso ganso”. Con eso rebasó los límites no sólo del ridículo lagotero sino de la estupidez.
Algo tan grotesco como el monumento a Cristóbal Colón (CDMX) en la glorieta de las mujeres luchadoras, sin tomar en cuenta en esa categoría a la mejor de todas ellas, “Lady Apache”.
Pero cada movimiento social acarrea su dosis de manoseo en la nomenclatura. Todos se sienten Magnos en busca de su Alejandría, aunque no tengan siquiera los méritos del caballo “Bucéfalo”, cuyo vigor de batalla fue recompensado con la ciudad de Bucéfala, en la India.
Ahora, Donald Trump imita al veterano fundador de la Cuarta Transformación, pues si este henchido de hispanofobia clamó por olvidar el Mar de Cortés y nombrarlo simplemente Mar –o golfo-- de California al Mar Bermejo, el futuro presidente de los Estados Unidos se propone llamar Golfo de América al espacio marítimo hoy llamado de México. O sea, se quiere quedar con el hoyo, la dona y el nombre.
Los bolcheviques llamaron Leningrado a San Petersburgo y Stalingrado a Volgogrado. La primera ciudad fue fundada por Pedro, “El grande”, quien a la larga le arrebató la gloria a Ilich Ulyanov, cuya momia en la Plaza Roja de Moscú es apenas una atracción para turistas. Casi como el muñeco de cera de Mao en Beijing, ciudad a la cual la burocracia le cambió de nombre por Beijing.
Queremos rebautizar todo sin ninguna necesidad más allá de la vanidad del poder. A Valladolid le pusimos Morelia y los picos andinos llevan, por Bolívar; el nombre de Bolivia, como Colombia se llama a así por el descubridor, cuyo cartógrafo, Don Américo, pariente de la Venus boticceliana saliendo hermosamente desnuda del mar, dibujó –con todo y caderas--, los contornos del mundo recién hallado, cuya vastedad, de polo a polo, se nombra América.
Hoy, con una mezcla de humor e ironía, logrados apenas, con el auxilio de viejas cartografías del siglo XVI, la señora presidenta de México le refuta al orangután de la Casa Blanca su pretensión nominativa del ya dicho Golfo:
“…Obviamente, el Golfo de México es reconocido, el nombre, por Naciones Unidas, un organismo (¿?) de Naciones Unidas, ¿Por qué no le llamamos “América Mexicana”?
“Se oye bonito, ¿no?, ¿verdad que sí? Desde 1607 la Constitución de Apatzingán era de (la) América Mexicana.
“Entonces, vamos a llamarle Americana Mexicana. Se oye bonito, ¿no?
“Y Golfo de México, pues desde 1607 y, además, está reconocido internacionalmente”. No; pos sí.
Si ya nos metemos a esas cosas, mejor quitarle el nombre al continente, porque es una imposición imperial de la España cuyas disculpas todavía esperamos, tanto por las atrocidades tras el “descubrimiento”, como por los ultrajes genocidas durante el dominio colonial y la guerra bacteriológica de las alabardas y los bacilos; las bacterias, la viruela asesina, la sífilis y la comunión, las pastorelas y los frailes cuya evangelización fue la parte “suave” de la invasión.
Lo único importante de América no es Trump con todo y sus delirios. Lo importante, es haber ganado el Tricampeonato de futbol.
¡América, América y ya!
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