Hacia finales de los años treinta del siglo pasado se asentaba el odio a las democracias. La España republicana había perdido la guerra ante la embestida fascista. Hitler invadió Polonia, país que logró resurgir el Estado polaco independiente en 1918, después de un siglo de jaloneos entre Austria y Hungria, hasta que le cayó encima la furia nazi por el oeste y luego la Unión Soviética del lado este. Entretanto, Benito Mussolini compartía con Francisco Franco la visión de un trío de dictadores fascistas terminando con la hegemonía anglofrancesa. Fueron tiempos oscuros. A Adolf Hitler, cuenta Paul Preston en su biografía de Franco (Franco. A Biography, Gran Bretaña :1993, Harper Collins Publishers) le molestaba sobremanera la voz meliflua de Franco. Prefería a Mussolini. Junto con él había probado armas y aviones bombanderos en la convulsionada España republicana. Pero, tanto Italia como Alemania necesitaban de Franco, un militar fascista y anticomunista que pudiera ayudar a Italia y a Alemania a rechazar vínculos con Francia, Reino Unido y la URSS. Francisco Franco envidiaba a Hitler y a Mussolini. En poco tiempo, el fascista español se hizo de poderes enormes, desconocidos en la época del Felipe II. Fue el máximo Caudillo, por la gracia de Dios, Cabeza de Estado, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, Jefe de Gobierno y de un solo Partido. Su ambición, como la de Hitler y Mussolini, crecía de forma ilimitada. De Joseph Stalin, ni se diga, mandaba matar a quien pudiera oponérsele. Y a quien no, también. Hitler y Stalin querían transformar el mundo. Franco también, pero acabó dándose cuenta que su poder descansaba en España, nada más. Mussolini , primero socialista, acabó imponiendo el fascismo en Italia y pensaba que solo un dictador “despiadado y enérgico” podía lograr la unión nacionalista de su país. Era un hombre fuerte con una voz y un discurso poderosos. Hitler, delgado y de bigotito, movilizaba a sus oyentes y seguidores con discursos atronadores. Recordemos, además, a Goebbels, ministro para la Ilustración Pública y la Propaganda, asunto este último que ayudó al Fúhrer a proyectarse. Todos ellos poseían, claro, sus excentricidades. Hitler no bebía alcohol ni café, pero si consumía opiáceos y cocaína. Franco odiaba a la masonería , era mocho y pensaba que Dios le había dado una misión. Mussolini, según se sabe, poseía una apetito sexual feroz. Stalin mandó crear un laboratorio para analizar los excrementos de sus homólogos, como los de Mao Zedong y otros personajes importantes, para analizar la psicología de cada uno.
En todos estos actores de la historia mundial, a partir de los años treinta, había, acaso,hay algo en común, una autoridad de macho cabrío, a pesar de la voz pituda de Franco, a quien además le gustaba cazar animales. Sabemos cuál fue el final de cada uno. Mussolini fue asesinado el 28 de abril de 1945 y luego colgado en la Plaza Loreto de Milán; Hitler se suicidó en su Bunker junto con Eva Braun, en, cuanto las tropas soviéticas ingresaron en Berlín, dos días después de Mussolini. Stalin, acosado por la idea fija de que podrían asesinarlo, se atrincheraba en su habitación. Finalmente murió solo “de hemorragia cerebral, parálisis y asfixia”, según escribió Nikita Krushov, sobre esa noche del primero de marzo de 1953. Francisco Franco tuvo más suerte. Aunque su salud se encontraba muy deteriorada desde 1969, sufrió un infarto en octubre de 1975 y no falleció hasta el el 20 de noviembre.
Todos estos personajes vienen a cuento porque el mundo hoy, a principios del 2025 del siglo XXI, frente a un escenario global que no es el del fascismo del siglo pasado, no, anuncia también peligro. El populismo de derecha y supuestamente de izquierda imperan en varias latitudes. Orbán, el primer ministro de Hungría, que se supone que es una democracía liberal parlamentaria desde hace varios años, se manifiesta como un hombre ultraconservador, euroescéptico y autoritario. Por cierto, Donald Trump lo admira. Vladimir Putin es abogado, exagente de la KGB, actualmente presidente de la Federación Rusa, cargo que ocupa desde 2012 y anteriormente del 2000 al 2008. No es muy alto, manda envenenar a los que no están de acuerdo con él, es expansionista, no aprueba el mundo europeo y desde 2022 es invasor en Ucrania.
Donald Trump, presidente electo de los Estados Unidos de América, especificó, como candidato a la presidencia de los Estados Unidos, a los aliados de la Otan que “alentaria” a Rusia “a hacer lo que quisiera” con los países que son morosos. Todos deben pagar sus cuotas, así como ahora amenaza a Canadá y a México de que impondrá aranceles en sus mercancías.Trump, además, ha convocado a su nuevo gabinete a personas que comparten su visión del mundo, muchos son millonarios como él, como el terrible Elon Musk, quien junto con el empresario Vivek Ramaswamy dirigirá un organismo a la eficiencia gubernamental; Marco Rubio, de origen cubano, será secretario de Estado. Es defensor de una línea dura, lo mismo que todos los que ha elegido Trump hasta ahora y que tendrán que ser aprobados por el Senado.
Mientras, sus alianzas con oligarcas como el dueño de The Washington Post y Los Angeles Times, que se negaron a que ningún articulista apoyara a Kamala Harris durante la etapa de las candidaturas o diera por sentado que iba ganando, como muchos creímos. Los billonarios , pues, han decido acercársele a Trump. Jeff Bezos, Zuckerberg, que lo encuentra a the Donald muy macho, el ya citado Elon Musk y otros muchos.
Somos testigos de un etapa extraña de la historia contemporánea, donde el populismo utiliza la estructura de la democracia para acceder al poder, desde donde se atribuye la prerrogativa de que representa al pueblo, que nada tiene que ver con élites intelectuales que observan los mecanismos populistas. Todo opositor es un agente del pasado, un corrupto en potencia y un enemigo del pueblo. El camino a la autoritarismo es muy corto, así como el golpe a la democracia. Y así gobiernan, disponen y ordenan Milei en Argentina, Orbán en Hungría, la Cuatroté en México, Maduro en Venezuela, Ortega y su extraña esposa en Nicaragua. Y en unos días, Donald Trump desde la Casa Blanca.