Hoy toma posesión Donald Trump para un segundo mandato en la Presidencia de los Estados Unidos y con ello, inicia un nuevo ciclo político a nivel global, caracterizado por el prepotente regreso de la ultraderecha al poder. Una concepción y modalidad de la política que ahora es más poderosa que nunca. Se abre una fase de radicalismo reaccionario en medio de sociedades divididas y manipulables, donde se llevan a cabo procesos de ruptura deliberada de las normas constitucionales y de los procedimientos democráticos. El equipo de funcionarios que acompañará al Presidente ha dejado en claro la encomienda recibida para demoler las viejas instituciones y prácticas políticas. Se abren así, de par en par, las puertas para una inédita Guerra Fría de carácter civil y para un renovado conflicto ideológico entre demócratas y republicanos, entre liberales y conservadores, en una palabra, entre la izquierda y la derecha, con el objetivo explícito de incidir en la futura agenda política doméstica e internacional.
El actual contexto está marcado por el ascenso al poder de líderes autoritarios, la mayor parte de ellos populistas, incluso en algunas democracias consideradas consolidadas. Debemos recordar el 6 de enero de 2021 cuando Trump intentó rechazar los resultados de una elección libre e imparcial que había perdido frente a Joe Biden, declarando que el proceso fue fraudulento, haciendo presión sobre los funcionarios electorales para que “encontraran los votos” y sobre las autoridades judiciales para que se pronunciaran en su favor. El Presidente saliente y derrotado fomentó una insurrección para impedir una transición pacífica al promover que una turba armada asaltara el Capitolio. Varias personas murieron durante los motines y los manifestantes interrumpieron la certificación de la elección del nuevo Presidente, un procedimiento constitucionalmente obligatorio e inocuo. El Congreso estadounidense fue liberado de los insurrectos y Biden fue certificado como Presidente esa misma noche, sin embargo, el daño a la democracia más antigua de Norteamérica estaba hecho, permitiendo, cuatro años después, el regreso del autócrata.
Tradicionalmente, se piensa que un Estado autocrático se caracteriza por la presencia de una sola persona autoritaria en lo más alto del poder, que controla al ejército y a la policía y que esgrime la amenaza permanente de la violencia. No obstante, esa imagen tiene poco que ver con la realidad actual. Resulta evidente que las autocracias contemporáneas no están gobernadas por un único individuo, sino por sofisticadas redes que cuentan con estructuras financieras, un entramado de servicios de seguridad política armada, así como expertos tecnológicos que proporcionan vigilancia, propaganda y desinformación. Los integrantes de estas redes no solo están conectados entre sí dentro de una determinada autocracia, sino también con las redes de otros países autocráticos y, a veces, incluso, de las democracias. Los autócratas modernos, por muy variadas que sean sus ideologías y prácticas políticas, tienen como enemigo común al mundo democrático y las ideas liberales en que se inspira. Ellos odian estos principios porque amenazan su poder.
En vez de propuestas, los autócratas comparten la determinación de privar a sus ciudadanos de cualquier influencia real o voz pública, de oponerse a toda forma de transparencia o rendición de cuentas y de reprimir a cualquiera que los desafíe dentro o fuera del país. También comparten actitudes crudamente pragmáticas. A diferencia de los líderes fascistas o comunistas del pasado, que estaban avalados por el aparato del partido y no dejaban traslucir su codicia, los nuevos autócratas poseen modos suntuosos de vida y su colaboración siempre es lucrativa. Los vínculos que los unen entre sí y con sus amigos del mundo no se cimentan en ideales, sino en acuerdos destinados a paliar sanciones e intercambiar distintos apoyos que garanticen impunidad. A partir de hoy el orden mundial conservador expresará un importante despliegue.