En octubre próximo, el escritor cubano Leonardo Padura cumplirá setenta años, cuatro más que el régimen instaurado en la isla en 1959. A diferencia de millones de compatriotas que han emigrado a diversos lugares y en distintos momentos, en busca de una mejor vida, Padura ha permanecido viviendo en Cuba por voluntad propia. Ha viajado por distintas partes del mundo –su primer viaje a Nueva York lo hizo en el año de 1992- pero siempre regresa al lugar al que él dice pertenecer “en cuerpo y alma”.
La obra de Padura, en gran medida, está ambientada en el espacio físico que habita, y la mayoría de sus personajes son cubanos, del interior o del exilio. Especialmente, La Habana -sus historias, sus barrios, su música, su comida, sus personajes más representativos- ha sido de gran influencia en su obra. Para este cubano excepcional, pareciera que el mundo gira alrededor de La Habana.
Así lo reconoce el propio Padura, pero advierte que su sentido de pertenencia a un espacio físico no ha funcionado necesariamente como una “limitación tiránica” para su creatividad literaria. En ocasiones, su pluma y su imaginación literaria se han “escapado” de la isla para recrear ambientes de otros países y de otros tiempos. Pone por ejemplo su novela Herejes, en la que describe la ciudad de Ámsterdam del siglo XVII en la que vivió Rembrandt. El hombre que amaba los perros, que trata entre otros temas, del exilio de Trotsky y la vida de Ramón Mercader, su asesino, donde reproduce imágenes de Moscú, Barcelona, México, además de Cuba, de mediados del siglo pasado. Como polvo en el viento, en la que sus personajes se mueven en ciudades de España y Estados Unidos.
El hecho de que Padura se haya quedado a vivir en Cuba ha sido una gran fortuna para sus lectores y para todos aquellos interesados en saber cómo ha impactado el sistema cubano en la vida cotidiana y en la fisonomía urbana. El autor se ha convertido en cronista, en testigo presencial y, por ello, invaluable, de lo que ha sido en la realidad aquella utopía revolucionaria que entusiasmó a muchos antes (dentro de los que me incluyo) y sigue teniendo el respaldo, ahora, de cierta izquierda trasnochada y autoritaria. El proceso de la ilusión al desencanto.
A finales del año pasado, Editorial Tusquets publicó la última obra de Padura, titulada Ir a La Habana. Es un relato autobiográfico, pero también una descripción puntual del proceso de cambio de la fisonomía de La Habana a lo largo de más de seis décadas. Narra, paso a paso, el deterioro de la cara y el cuerpo de esa ciudad, como si se tratara de un enfermo en etapa terminal. Ir a La Habana hace referencia a una expresión que usaban sus padres (“vamos a La Habana” se decía entre los habitantes de la periferia), cuando se trasladaban de la localidad de Mantilla, lugar donde vivía su familia, a la ciudad que le causaba fascinación cuando era niño.
Para Padura, la Revolución, desde el principio, había generado una profunda polarización emponzoñada y lacerante en la sociedad, entre los que estaban a favor y en contra del nuevo régimen. Pero La Habana, más allá de las vallas publicitarias de los comercios, que habían sido sustituidas por los carteles de propaganda política y que algunos sitios icónicos habían sido cambiados de nombre, en general, hacía el año de 1968, seguía siendo la misma que en 1959.
Respecto a los cambios de nombre y la propaganda, Padura señala que algo que identifica a todos los grupos ideológicos que se hacen con el poder absoluto es su afán por reescribir la Historia. “Una de las muchas formas de reescritura es la creación de lo que George Orwell llamó la “neolengua”, que incluye la redenominación de muchas cosas, incluidos los sitios a veces más emblemáticos”. El uso de la neolengua intenta también ocultar o edulcorar los problemas más graves. A la durísima y larga crisis económica de los años noventa se le denominaba oficialmente como “Periodo especial en tiempos de paz”. A las tarjetas de racionamiento que servían para administrar la escasez de alimentos, el gobierno la llamaba “tarjeta de abastecimiento”. Y la lista es larga.
Aunque Cuba se había declarado socialista en 1961, fue hasta 1968 cuando Padura identifica el principio del deterioro de la ciudad. En ese año se inició lo que el autor denomina la gran Ofensiva Revolucionaria, que “apagaría las luces de la ciudad”. Esa ofensiva decretó “a rajatabla” el fin de cualquier actividad comercial o productiva privada, por considerarlas impropias de la nueva sociedad en construcción. “Bajo ese precepto económico de un día para otro fueron “intervenidos” restaurantes, fondas, cafeterías, barberías, tiendas de bisutería, talleres de mecánica, puestos de frita y hasta sillones de limpiabotas, que fueron depositados en manos de una administración estatal o gubernamental que los recibía con júbilo muy revolucionario, pero sin sentido de pertenencia ni experiencia comercial o laboral”.
En el terreno de las libertades individuales, la Revolución fue asfixiando la conducta de las personas. Se anunció la creación del Hombre Nuevo, cuyo único propósito sería su compromiso obligatorio con los objetivos revolucionarios, regidos por el lema: “Estado, trabajo, fusil”. Escuchar rock and roll, traer el pelo largo, vestirse con ropa de moda, o mostrar alguna “desviación” sexual estaba prohibido y era castigado, porque estas conductas eran consideradas decadentes y expresiones contaminadas del pasado capitalista que se quería dejar atrás.
Escoger libremente una profesión o un trabajo era un sueño guajiro. Padura, después de abandonar su sueño de juventud de ser beisbolista -sueño que comparte con todo joven cubano-, pensó ser cronista deportivo, para narrar las peripecias del juego de pelota. Pero alguien, en las alturas del Estado, estimó que no eran necesarios más cronistas deportivos en el país. Entonces, dice, por esa decisión socialista planificada, “el pelotero y frustrado aspirante a cronista deportivo” entró a la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana.
Todos los trabajadores y profesionistas eran empleados del estado. En 1996 entró en vigor una ley que permitía a los artistas trabajar de manera independiente, sin la tutela del gobierno. Al amparo de esa ley, Leonardo Padura fue el primer escritor cubano registrado como artista independiente.
El deterioro físico de los espacios urbanos fue acompañado de una degradación moral de los individuos. El gobierno ha sido incapaz de garantizarles a las personas los medios necesarios para tener una vida segura y digna, apunta Padura. “Y la sociedad cubana de hoy está enferma de indolencia, pérdida de valores, falta de respeto por el otro y ausencia creciente de urbanidad”. La decrepitud física y moral de La Habana han hecho decir al autor que vive en una ciudad que ya no reconoce, que siente ajena y donde él mismo se siente extraño. Su sentido de pertenencia sufre, escribe. Describe a esta sensación personal como sentimiento de “ajenitud”.
El autor apenas si menciona el embargo estadounidense como causa de las dificultades de su país. Se entiende que los problemas que Cuba enfrenta hoy son, fundamentalmente, el resultado de las decisiones erróneas de sus dirigentes políticos y de su incapacidad para reconocerlos y corregirlos.
La literatura de Leonardo Padura es un gran espejo donde se refleja la realidad cubana. Nadie puede decir que su testimonio sea el de un furibundo anticomunista o que esté influenciado por la derecha cubana en el exilio. Por el contrario, es la crónica fiel del fracaso de un experimento social, relatado por un excepcional escritor que aceptó el reto de vivirlo en carne propia. Vivirlo para contarlo, parafraseando a García Márquez.