Opinión

Las niñas y niños en orfandad por la violencia

Violencia en México La orfandad causada por la violencia armada y la criminalidad es una fractura en el alma de la nación.

En el vasto horizonte de las tragedias humanas, pocos espectros son tan desoladores como el de la infancia lastimada por la violencia. En México, la cifra de niñas y niños en orfandad debido a la criminalidad y la violencia armada se despliega en un rango que desafía el entendimiento moral: de 400 mil a más de un millón, según las estimaciones más conservadoras y las más sombrías. Estas cifras son testimonio de una herida social que sangra en silencio y un recordatorio de las vidas fracturadas y de los vacíos irreparables que los disparos y las desapariciones forzadas han dejado tras de sí.

En este país donde las balas determinan el destino de familias y comunidades enteras, la ausencia de una estrategia nacional o estatal que proteja a estas niñas y niños huérfanos constituye tanto un vacío político, como una falla ética y civilizatoria. Nos enfrentamos a un espectro de victimización adicional: estas niñas y niños, ya despojados de sus cuidadores principales, se convierten en presas potenciales para un sistema que carece de las estructuras necesarias para ampararlos. El crimen organizado, cual Leviatán que devora indiscriminadamente, encuentra entre ellos un campo fértil. En la precariedad emocional y material de estos niños, el narcoterrorismo y la violencia criminal hallan instrumentos moldeables para perpetuar su ciclo de destrucción.

La niñez en orfandad es, por definición, un estado de vulnerabilidad extrema, pero en el contexto de México, esta vulnerabilidad es exacerbada por un entorno de negligencia estatal y social. Las entidades federativas que registran los índices más altos de violencia homicida -Guanajuato, Michoacán, Jalisco, Baja California, Colima, Guerrero y, una vez más, Sinaloa- son también los epicentros donde esta problemática alcanza dimensiones alarmantes. Aquí se revela una paradoja cruel: en estos lugares donde más se necesita una estrategia integral para proteger a los huérfanos de la violencia, la fragmentación institucional y la falta de coordinación entre los niveles de gobierno agravan la crisis.

Desde una perspectiva ética, el abandono de estos niños y niñas por parte del Estado y la sociedad en su conjunto equivale a una forma de violencia estructural. La indiferencia ante su situación perpetúa un ciclo de desamparo que los empuja hacia los márgenes de la existencia.

Este abandono nos confronta con una pregunta esencial: ¿qué significa ser humano en una sociedad que no puede proteger a sus más vulnerables? George Steiner nos recordaba que la civilización es frágil y que su medición final radica en cómo trata a sus niños. Bajo este prisma, México se enfrenta a un juicio implacable.

Jurídicamente, el panorama es igualmente inquietante. La Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por México, establece que los Estados deben garantizar el derecho de cada niño a crecer en un entorno seguro y protector. Sin embargo, la brecha entre la norma y la realidad es abismal. La falta de programas específicos dirigidos a los niños huérfanos de la violencia constituye un incumplimiento flagrante de estos compromisos internacionales. Más allá de las declaraciones jurídicas, el derecho a su seguridad y desarrollo pleno debería ser un mandato categórico para el Estado y no, como es ahora, un objetivo relegado a la inercia burocrática.

La dimensión social de esta tragedia también interpela a la colectividad. La indiferencia cívica hacia estos niños refleja una erosión del tejido comunitario, una pérdida de la capacidad de empatizar con el otro. En un contexto donde los asesinatos y desapariciones se han convertido en parte del paisaje cotidiano, el riesgo de deshumanización colectiva es palpable. El reclutamiento de niños por parte del crimen organizado es la expresión más extrema de esta deshumanización: un fenómeno que convierte a las víctimas en victimarios potenciales y perpetúa la espiral de violencia

Frente a este panorama, el papel del Estado y de la sociedad debe reconfigurarse desde sus fundamentos éticos. El reconocimiento de la niñez como un sujeto pleno de derechos no puede limitarse al discurso político; debe traducirse en una política integral que articule esfuerzos en los ámbitos local, estatal y federal. Las entidades más afectadas por la violencia homicida deben liderar con urgencia la creación de sistemas de protección que incluyan apoyo psicosocial, educativo y económico para los huérfanos de la violencia. Estos sistemas no solo deben atender las necesidades inmediatas de los niños, sino también construir las condiciones para su integración plena y digna en la sociedad.

En el plano social, urge un despertar moral que reconozca en estos niños la posibilidad de redimir nuestro pacto colectivo. En un pasaje de Steiner, se subraya que la cultura y la civilización son tareas perpetuas de reconstrucción. Cada vida infantil salvaguardada, cada esperanza restaurada, constituye un acto de resistencia contra la barbarie. En este contexto, la participación ciudadana, la solidaridad comunitaria y el apoyo a organizaciones civiles que trabajan en favor de estos niños son también formas esenciales de restaurar el tejido social.

La orfandad causada por la violencia armada y la criminalidad es una fractura en el alma de la nación. Responder a esta crisis con indiferencia o con acciones insuficientes perpetúa el sufrimiento de los niños afectados y degrada nuestra humanidad compartida. México tiene ante sí una oportunidad moral y política, pues proteger a sus niños es una obligación jurídica a la vez que un imperativo ético que define lo que somos y lo que aspiramos a ser como sociedad. En esta tarea, está en juego el sentido mismo de nuestra civilización.

Investigador del PUED-UNAM

Lo más relevante en México