Opinión

La transición democrática ¿Una conspiración?

El PRI, un partido político en México
Sede nacional del Partido Revolucionario Institucional (PRI) Sede nacional del Partido Revolucionario Institucional (PRI) (Cuartoscuro)

El viernes pasado, en su conferencia mañanera, la presidenta de México abrió paréntesis para mostrar un pasaje del libro de Francisco Labastida “La duda sistemática. Autobiografía política” (Grijalbo 2024). Recordarán ustedes que fue el candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional para las elecciones del año 2000, en las que, por primera vez en la historia, se verificó la alternancia en el poder ejecutivo mexicano y el partido, otrora hegemónico, perdía la presidencia de la República. Subrayo, por primera vez.

La Presidenta leyó lo que sigue: “¿Fue casual que Zedillo me entregara el partido quebrado financieramente?... “dudo que fuera fortuita la falta de solidaridad al negarse que se difundieran desde mi campaña los logros económicos de su gobierno… y sus instrucciones a los gobernadores para que torpedearan mis giras”.

La presidenta continuó leyendo, textual: ¿Qué lo motivó?... La razón principal podría ser esta: cuando el gobierno de Estados Unidos le hizo a México el préstamo de 40 mil millones de dólares para afrontar la crisis desatada por el error de diciembre —negociación que el presidente Zedillo gestionó personalmente— se le demandó el compromiso de propiciar la transición democrática y que, para ello el PRI dejara de gobernar y él entregara la Presidencia a la oposición”.

Concluye la lectura y la propia presidenta, de su parte, apuntó: “No sé si lo conocían… en este libro Labastida dice que hubo una negociación entre Estados Unidos, no dice quién y Zedillo, de manera personal, para que, a cambio del préstamo de los 40 mil millones de dólares, el PRI entregara la Presidencia… Por eso, les digo que sí han cambiado las cosas”.

Todo esto nos quiere conducir a una elucubración: el cambio democrático, pacífico, legal fue, en realidad, resultado de una conspiración urdida entre el entonces Presidente Zedillo y el gobierno de Clinton, que se moría de ganas por ver a un panista en la silla presidencial mexicana. La conclusión es que la alternancia, “la transición” en sus palabras, fue una farsa producto de las más altas grillas palaciegas.

No me explico como nuestra presidenta —y luego decenas de sus voceros— otorgan crédito y verosimilitud a la versión de un priísta derrotado, pero eso va en línea con los esfuerzos de reescribir la historia en el que se ha empeñado el oficialismo.

Para lograrlo deben esconder en la alfombra los hechos y la historia que desembocaron en la primera alternancia presidencial mexicana. Por eso, vale la pena recordarlo.

En primer lugar, cuatro años antes, en 1996, México pudo construir un gran acuerdo que el PAN, el PRI y el PRD de López Obrador firmaron. Merced a ese acuerdo, se cancelaron las posibilidades de fraude electoral, convirtiendo autónomo al organismo encargado y dotando de un montón de garantías de legalidad y limpieza a los comicios.

En segundo lugar, están los resultados electorales locales del lustro que precede al año 2000 y en los cuales el PRI empezó a ser derrotado, elección tras elección en estados clave, municipios y grandes ciudades (Guadalajara, Mérida, Monterrey, Querétaro, San Luis, La Paz, Xalapa, todas las delegaciones del Distrito Federal, etcétera). En otras palabras, la mengua de la votación por el PRI se estaba volviendo una tendencia firme y nacional.

Luego vino la primera gran prueba del pacto democrático del 96, las elecciones intermedias del 97, en las que, por primera vez, el PRI perdía la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y la oposición, en conjunto, lo superaba en escaños. La división de poderes real comenzó, mientras que el Ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, con el PRD, conquistaron la Ciudad de México, sitio que se volvió desde entonces el epicentro de la oposición de varias corrientes de la izquierda.

Las elecciones locales ulteriores confirmaron nuevas derrotas del PRI por todas partes. Durante el mismo lustro, el PAN ya gobernaba siete estados y el PRD otros cuatro. Faltaba la disputa presidencial en el primer año del nuevo siglo. Allí fueron los electores mexicanos reales los que votaron mayoritariamente por Vicente Fox y dejaron en segundo lugar a Francisco Labastida: 15.9 millones de sufragios para el primero, 13.5 millones para el segundo en unos comicios con los votos vigilados y contados escrupulosamente. Así el PRI salía de la Presidencia de la República confirmando un hecho estelar, un hecho más, en el largo proceso democratizador de México: multiplicación del pluralismo, fortalecimiento nacional de los partidos distintos al PRI, congresos cada vez más plurales, alternancia en los poderes ejecutivos locales, gobierno federal dividido y cambio en la presidencia de la República vía el sufragio de una ciudadanía que había aprendido a usarlo como fórmula de adhesión o de castigo.

Deprime que actores políticos de tan alto nivel, exhiban tal desconocimiento y se resistan a admitir la fuerza de los datos, los hechos, la historia de la que ellos forman parte. En esa medida, se devalúan a sí mismos.

La transición democrática mexicana fue un enorme proceso social, cultural y político que había edificado las condiciones para las alternancias de los poderes públicos a todo nivel y tanto Sheinbaum como Labastida forman parte de esa historia.

Lastimosamente y como AMLO, Labastida recurre a las engañifas antidemocráticas según las cuales, su derrota no se produjo por voluntad de los electores (y sus votos bien contados), sino que fueron derrotados por una conspiración, ahora incluso ¡internacional!

Sostener y difundir que el cambio político de nuestro país fue fruto de un pacto cupular, es menospreciar a esa ciudadanía que votando, en paz, decidió cambiar. Aunque lo pronuncien labios populistas, es menospreciar al pueblo.

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