El gobierno de Claudia Sheinbaum debería estudiar el altercado entre Gustavo Petro y Donald Trump de la misma forma como los beisbolistas profesionales estudian el turno al bat de sus compañeros ante el lanzador rival: ver cuáles son sus lanzamientos, cuál es su velocidad y, sobre todo, cuál es su método para intentar engañar al bateador y poncharlo. De esa forma, cuando toque el turno, poder enfrentar al pitcher ya con mayores posibilidades de éxito.
El gobierno de Trump escogió a Colombia como primer rival latinoamericano al que enfrentarse por tres razones fundamentales: una es que Colombia, sin ser una nación pequeña, tiene un grado mucho menor que México de integración económica y social con Estados Unidos, lo que se traduce en menores riesgos en caso de una eventual confrontación; otra, que hay similitudes ideológicas entre los mandatarios de ambos países latinoamericanos; la tercera, más evidente, que el gobierno colombiano rechazó la repatriación en aviones militares de sus migrantes expulsados (que, por protocolo de EU, van esposados), por razones de respeto a los derechos humanos. En otro símil deportivo, Trump usó a Petro como sparring. Así fue, al anunciar que ponía un arancel de 25% a los productos colombianos si ese país no aceptaba la devolución de sus compatriotas.
Lo que no se esperaba era la respuesta inicial de Petro, que tuvo su fuerza -sobre todo para consumo local- pero acabó siendo fallida. Regresando al beis, fue como un largo faul, que a fin de cuentas cuenta como strike.
Quién sabe por qué razones (quiero pensar que por esa extraña vocación cultural de mártir de cierta izquierda latinoamericana), Petro respondió a la provocación estadunidense con una larga carta, muy poco presidencial, que publicó en sus redes sociales. Armado de la mejor retórica latinoamericana, pero también de una escasa capacidad de redacción y con poco orden, el presidente colombiano arremetió con comentarios sobre sus visitas a Estados Unidos, recordatorios sobre su origen italiano y sus problemas con la gastritis, afirmaciones sobre Colombia como corazón del mundo, ecos de la raza cósmica, recuerdos de que Panamá alguna vez fue parte de Colombia, una comparación de sí mismo con Salvador Allende y referencias de García Márquez, donde, tras nombrar a las mariposas amarillas y a Remedios la Bella, él mismo se comparó con los coroneles Aureliano Buendía (que perdían todas sus guerras) y se autoproclamó el último de ellos. Al final respondía que igualaba el arancel que EU le impuso a Colombia.
Lo que siguió a la pieza de retórica de Petro fue una andanada de aplausos de parte de sus seguidores y simpatizantes, dentro y fuera de Colombia. Cantaron jonrón cuando claramente la pelota, bateada por el jardín izquierdo, se había desviado. Y los fanáticos del lado contrario hicieron lo propio: “al cabo que es mejor el café italiano”, escribió un trumpista, con los conocimientos de geografía típicos de los de su fe política, porque Italia no produce café (de hecho, es el segundo mayor importador, detrás de Estados Unidos). Y creían que el gobierno de Colombia simplemente no aceptaba que el regreso de sus propios connacionales, cuando en realidad lo que no aceptaba era que regresaran esposados.
Mundo polarizado, igualmente hubo reacciones en Colombia, afirmando que su presidente no los representaba (y Petro les respondió ofreciéndoles rodilleras) y en Estados Unidos, afirmando que el aumento en el precio del café animaría la inflación que Trump prometió bajar. La retórica se llevó a todos de paseo e hizo su labor de ahondar las diferencias en una y otra región.
La verdad es que, si el arancel hubiera sido puesto en efecto, lo probable es que la más afectada acabaría siendo la economía de EU (siempre marginalmente), por el simple hecho de que Estados Unidos exporta más a Colombia de lo que importa. El problema interno colombiano hubiera sido la suspensión en el otorgamiento de visas.
A final de cuentas, como suele suceder, Estados Unidos y Colombia llegaron a un acuerdo. Los indocumentados colombianos regresan a su país, pero no lo harán esposados. No habrá aranceles y, salvo para algunos funcionarios, el asunto de las visas estadunidenses queda superado.
Ambos presidentes claman victoria. Trump afirma haber doblado a Petro, y éste recalca que a los deportados se les respetarán su dignidad y sus derechos. Lo del estadunidense ha sido parte de su estrategia mediática permanente: cualquiera que sea el resultado de un conflicto o una disputa, él se declara ganador. Aquí lo es, pero porque vendió primero la idea de que Colombia no quería aceptar a sus connacionales. Petro logró su objetivo de que no regresaran en condiciones impropias, pero, por haberse ido por el camino de la retórica del antimperialismo romántico, quedó como uno que habla mucho más de lo que debería, que presume más de lo que puede y que no es tan gallito como lo canta.
Cualesquiera que sean las disputas entre el gobierno de Trump y el de Sheinbaum, lo probable es que el presidente de EU haga alharaca para terminar negociando y lo seguro es que cantará victoria. Eso hay que darlo por descontado. Sheinbaum ahora sabe que, aún cuando escale la retórica, las negociaciones pueden darse sin que México salga perjudicado. Pero sabe también que los excesos patrioteros, que suelen tener ecos positivos en la gayola predispuesta al aplauso y a envolverse en la bandera, sólo sirven para entorpecer los acuerdos y no ayudan a la imagen.
En ese sentido, es una buena señal, primero, que la presidenta celebre el acuerdo final entre Colombia y Estados Unidos, tras un día de tensiones y, segundo, que señale que “lo importante, como lo dije desde el primer día, es actuar con la cabeza fría”. La va a necesitar también en la reunión de la CELAC: hay muchos con la cabeza muy caliente.
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