Si alguna vez los estudiosos de la economía política imaginaron que el progreso tecnológico y el trabajo automatizado conduciría a una emancipación del trabajo humano, es porque creyeron que el fin de la miseria era compatible con el sistema que la engendra.
Marx, en su meticuloso análisis del Capital, comprendía que la mecanización del trabajo implicaba la contradicción fundamental del capital: cuanto más se sustituía la fuerza humana por maquinaria, más se socavarían las bases de su reproducción. Así, al reducirse la necesidad de trabajo vivo, también lo haría la posibilidad de extraer plusvalía lo que llevaría a una crisis estructural de la acumulación, pues se daría lo que denominó “la tendencia decreciente de la tasa general de ganancia”, lo cual provocaría el colapso del sistema económico.
John Maynard Keynes, por otro lado, en su ensayo de 1930 Economic Possibilities for Our Grandchildren, imaginaba un futuro donde la automatización liberaría a los seres humanos de la necesidad de trabajar largas horas para subsistir. Visualizaba un horizonte en el que las jornadas laborales se reducirían a 15 horas semanales, permitiendo que la humanidad se enfocara en el disfrute de la vida y en el desarrollo de sus facultades intelectuales y artísticas. Sin embargo, este pronóstico estaba basado en la premisa de que el crecimiento económico sería distribuido equitativamente, una idea que no dimensionó de manera apropiada la realidad histórica de la expansión capitalista.
Las promesas incumplidas de la tecnología como liberadora de la humanidad en el capitalismo actual dan cuenta de las limitaciones intrínsecas de este sistema. La irrupción de tecnologías como el blockchain, el internet 3.0 y la inteligencia artificial aplicada a procesos han llevado a una revolución acelerada en los mecanismos de generación de riqueza, pero también han reforzado la concentración extrema de la misma. A diferencia de la vislumbre keynesiana de una economía de la abundancia compartida, la realidad es que la automatización ha facilitado un desplazamiento masivo de trabajadores sin que esto implique una redistribución de los frutos del progreso tecnológico.
El blockchain, una tecnología descentralizada que teóricamente podría democratizar el acceso a las finanzas ha sido capturado por las mismas dinámicas especulativas que rigen los mercados de capital. El internet 3.0, que prometía una red más abierta y participativa, ha servido también como plataforma para la expansión de oligopolios digitales, donde unas cuantas corporaciones dominan la infraestructura tecnológica mundial.
Y la inteligencia artificial, que podría reducir las cargas de trabajo y permitir una distribución más equitativa del esfuerzo productivo, se ha convertido en una herramienta para intensificar la explotación laboral, aumentar la vigilancia y acelerar el proceso de acumulación en manos de una reducida élite tecnocrática.
Desde la crítica de la Escuela de Frankfurt, en particular la perspectiva de Max Horkheimer, se podría argumentar que la racionalización técnica, lejos de ser un medio para la emancipación, se ha consolidado como el principal mecanismo de dominación, y esto va de lo económico a lo ideológico y lo político.
La tecnología, en lugar de liberar a la humanidad de la necesidad del trabajo alienado, se ha integrado en la lógica instrumental del capital, perpetuando la desigualdad y la precarización. No es la humanidad la que controla el desarrollo tecnológico, sino los intereses de una clase dominante que maximiza sus beneficios a expensas del bienestar colectivo.
Así, la utopía de Keynes de jornadas laborales de 15 horas semanales se ha desvanecido; en ese sentido, Marx tenía razón al prever que la automatización podía socavar las bases del capitalismo, pero lo que no pudo anticipar completamente fue la capacidad del sistema para reinventarse y encontrar nuevos mecanismos de expansión, como la financiarización de la economía y la mercantilización de todo lo relacionado con la vida humana, incluidos, por ejemplo, los datos personales.
La crisis actual del trabajo es un reflejo de estas contradicciones: la lógica del capital ha convertido la posibilidad de una vida liberada, en un horizonte inalcanzable para la mayoría, pues las promesas liberadoras de la automatización siguen sin cumplirse, a la par de que las fortunas de los magnates de la tecnología crecen a niveles nunca antes vistos. Lo que Marx llamó la “ley de la acumulación capitalista” se manifiesta en la expansión de la desigualdad global, exacerbada por el control de las plataformas digitales y la inteligencia artificial.
Frente a este escenario, la pregunta es hasta dónde humanidad puede resistir los efectos deshumanizantes del mundo digital de nuestros tiempos. Desde Marx hasta Horkheimer, se ha denunciado que el problema no es la tecnología en sí misma, sino la forma en que se integra en las relaciones de producción y de dominación ideológico-políticas existentes.
El futuro del trabajo ha de ser distinto, solo podrá en la medida de una transformación radical del sistema económico y social. En ese sentido, la utopía de Keynes sigue siendo una posibilidad latente, pero solo si se rompe con la lógica de acumulación desenfrenada de hoy. De lo contrario, la automatización no significará el fin del trabajo, sino su mutación hacia formas cada vez más precarizadas y controladas por estructuras de poder que, como advirtió Horkheimer, convierten a la razón en un instrumento de dominación; de esta forma, si la lógica del capital prevalece, el presente y el porvenir se parecerán más a una distopía que a la utopía que Keynes imaginó para sus nietos.