Cuando uno estudia Derecho (ya habrá notado usted que soy abogado, pero soy más que eso, también soy fan de los Leones Negros de la U de G) se enseña: “la judicatura habla por sus sentencias”, y también “los asuntos se litigan en los tribunales, no en los medios ni en redes sociales”.
Pero esto ya no es así. Quien lo siga pensando, seguramente cree que todavía existen los Datsun y que México es el rey de las telenovelas.
Esas dos frases tenían algo en común: el Derecho se ejercía en los despachos, en los juzgados; se materializaba en las audiencias y se plasmaba en actas o documentos diversos. La función judicial, que más o menos significa resolver los pleitos de manera justa y adecuada, debía estar alejada del ojo público, de la exposición mediática.
Un juez, una jueza, debían ser personas alejadas de la fama. Si esta se conseguía, era más un baldón que un mérito.
Así, la justicia estatal era cosa de un poco de secreto, porque se trataba de una labro técnica, que justamente por medios técnicos era revisada. Mal se veía el litigante que llevaba sus asuntos a las columnas de chismes políticos, o que pretendía volverla un asunto público; se le tachaba de “grillo” poco técnico.
Pero esto ha cambiado con la reforma judicial.
Uno de los objetivos del nuevo modelo de justicia popular es, justamente, que la labor jurisdiccional esté en el ojo público, que la ciudadanía conozca a quienes la imparten para que pueda mantener sobre esas personas una evaluación permanente.
Así, ni el juez puede encerrarse en su oficina, ni la abogada renunciará a la publicidad de los casos. Máxime porque, como marca la Constitución reformada, existe la expectativa de la reelección judicial.
En este nuevo modelo, a quien es juez o magistrada, le interesará dar a conocer su labor, que se le considere una persona cercana a la ciudadanía y atenta a sus inquietudes, le será de máxima utilidad conocer los mecanismos adecuados para publicitar sus resoluciones y se le pueda identificar.
Se enfrentará a una realidad: nada de lo que estudió en su carrera le va a servir para lograrlo. Es más, los manuales que de golpe han quedado anticuados, le sugieren enfáticamente que haga lo contrario.
A las virtudes propias del buen juzgador, como la prudencia, el estudio, la vida moderada, se le suma la exigencia de saberse comunicar fuera del coto abogadil.
También esto significa un reto para quien litiga. Si quiere que su caso se vuelva socialmente relevante, de manera que se produzca un sentimiento comunitario a favor de su reclamo, se topará con que no hay técnica procesal que le ayude para descubrir cómo se crea la opinión pública.
En lo inmediato, habrá quien encuentre la forma de lograrlo, tanto como habrá quien fracase; pero bien harán las escuelas y facultades de Derecho, como los propios poderes judiciales (pasadas las elecciones) en preocuparse por dotar de conocimientos, herramientas y actitudes adecuadas a la nueva realidad comunicativa que el litigio y la judicatura popular mexicana enfrentarán.
Comunicar bien exige conocer el público al que se dirige, el mensaje que se busca trasmitir, y los canales óptimos para que llegue a quien debe hacerlo; despojarse de tecnicismos sin caer en la banalización y, muy importante, distinguir entre legitimidad, prestigio y popularidad.