Es muy probable que, en el actual periodo legislativo, el Congreso de la Unión discuta una reforma electoral. La principal propuesta que se ha manejado desde el oficialismo implicaría la desaparición de la representación proporcional en ambas cámaras y la instauración de un sistema de escrutinio mayoritario uninominal, en vez del sistema de representación proporcional mixta, que ahora tenemos -al menos formalmente-.
Esa propuesta es todavía más regresiva que la manzana envenenada que intentó hacer pasar López Obrador en 2022, en la que -junto con la intención de que el gobierno se hiciera del control de las elecciones, que era el veneno- proponía un sistema en el que los diputados se eligieran por un sistema proporcional por estados (y no por circunscripciones), lo que favorecía al partido más grande, pero también a los pequeños que estuvieran bien implantados en algunas entidades. Aquella reforma no pasó porque, en aquel entonces, Morena y sus aliados no tenían la mayoría calificada en el Congreso.
Curiosamente, con el método propuesto por AMLO, la coalición Sigamos Haciendo Historia no hubiera obtenido la mayoría calificada en la Cámara de Diputados (se hubiera quedado con cerca del 60 por ciento de las curules), cosa que sí logró con el sistema todavía vigente, gracias a la mañosa interpretación a su favor de parte de las autoridades electorales. El más beneficiado con ese método, respecto a la situación de hoy, hubiera sido Movimiento Ciudadano, agarrando restos mayores (es decir, el último diputado en cada entidad) por todos lados.
Tal vez haciendo esos números es que ahora Morena va por todo. Con el método propuesto, la coalición que encabeza obtendría, con el 55 por ciento de los votos, el 85 por ciento de las curules, si se repitiera la distribución de votos de 2024. La oposición pasaría a ser mera comparsa. Si a eso agregamos la toma paulatina de las autoridades electorales y la toma explosiva del poder judicial (en marcha), tenemos los ingredientes para avanzar hacia un régimen de partido único y sepultar la transición democrática mexicana.
Un problema que tiene que superar Morena es la previsible falta de cooperación de sus aliados, quienes también se verían perjudicados con el nuevo método. Les puede ofrecer coaliciones, pero éstas necesariamente van de elección a elección, lo que obliga a negociar constantemente y, si hemos de seguir la lógica, dificultaría cada vez más a los partidos menores acceder a los puestos y prebendas que ambicionan. El PVEM está implantado en algunas partes del país, pero no para lo que ha obtenido, y desde el PT ya se han alzado voces criticando la propuesta de reforma que apoya la presidenta Sheinbaum.
La oposición está ante la circunstancia que la quieren reducir a la mínima expresión, ante la posibilidad de que 40 por ciento del electorado, precisamente quienes los apoyan, quede con una representación meramente simbólica. Pende la amenaza de que la democracia representativa se vuelva simplemente un mecanismo de refrendo de un régimen de hecho, y las elecciones se conviertan en una pantomima (como tal vez lo veremos el próximo junio). ¿Y qué hace?
Callan como momias. Se están acomodando en el ataúd que les preparó la 4T. Lanzan balas de salva (o de saliva) contra todo lo que se mueva dentro del gobierno y su partido, insisten en las críticas difusas que no les dieron resultado durante el sexenio pasado, pero en un tema fundamental para salvaguardar la pluralidad en el poder legislativo, y crucial para evitar la consolidación de una autocracia populista, no dicen nada.
Uno, que es ingenuo, esperaría de cualquier oposición, sea de izquierda o de derecha, una defensa clara del sistema democrático representativo y plural, único capaz de tener cierto músculo ante la ola de destrucción y deformación institucional. Esa defensa tendría que pasar por una serie de propuestas de reformas electorales alternativas a la que propone el gobierno, y en sentido contrario. Y tendría que pasar por una labor didáctica acerca de la importancia de que los ciudadanos estén representados democráticamente en el Congreso (es decir, que el voto de unos no cuente más que el de otros).
Pero no. Hay quienes están duro y dale con el tema de la deuda pública, o dicen que hay que ser duros con Trump, nada más porque Sheinbaum negocia. Y hay quienes andan muy preocupados por el precio de la gasolina y las elecciones de Ecuador. Otros más se la pasan entre los aplausos a sus gobiernos locales y comentarios futbolísticos. Como el Tío Lolo, pues.
En esos silencios, cada uno a su estilo -como los caifanes en la película- se va acomodando en su ataúd político. El problema severo es que la funeraria trae el negocio de la muerte de la transición democrática mexicana.
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