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Ahora la veo interminablemente hermosa en la fotografía del patio donde estamos todos muy sonrientes, contentos de pie frente a una mesa de aperitivos, rodeados por los muros crecidos de enredaderas en un grupo singular: Tongolele, con su espléndida melena y su inconfundible rayo blanco en medio de la cabeza; jardín inmóvil caoba oscuro, casi negro; la mirada serena y profunda, Dios mío, esos ojos como pantera, gato grande, tigre o luz, perdóneme usted la frase, pero ahí viene inevitable el señor Blake, “Tyger! Tyger! burning bright/In the forest of the night…” y ahí junto, entrona y decidida, la grandota Lucha Villa y el servidor suyo y el dueño de la casa, Don Iván Restrepo y José Luis Cuevas con su muñeca enfundada en un brazalete de cuero y los ojos también de gato de azotea, pero gato al fin y el enorme Joaquín, golpeador de pellejos en la tumbadora, el bongó o cuanto haya enfrente, compañero de Yolanda, amigo fraterno y todo se urde en esa comida y Margo Su, al extremo de la fotografía con su sonrisa de barrio chino, su sigilo envuelto en el humo del tabaco porque esa tarde muchas cosas se planearon y pocas se consiguieron; excepto la dichosa oportunidad una y otra vez repetida de estar con Yolanda y su serena belleza y su amnesia discreta de gran señora, porque, ¿sabe usted? yo iba a hacer un libro con su vida y su baile y sus caderas oscilantes cuyo ritmo sensual y licencioso, lúbrico con todos los lubricantes de la imaginación, conmovió a México del “Salón verde” al viejo y siempre desaparecido “Margo”; del “Blanquita” al “King Kong” y vaya con estas cosas, porque me acuerdo en la noche parrandera cómo Héctor Aguilar Camín le gritaba a “Resortes”: Travolta te la pela, y Yolanda nos iluminaba con sus ritmos de idiomática aportación porque José de la Colina inventó para el contoneo del caderamen de la mujer irrepetible, el ondulante verbo “tongolelear” y los asiduos de la cervecería le pusieron su nombre a las enormes y redondas y gordas copas donde a veces hasta caben los ostiones y los camarones capaces de volvernos a la vida, y se da en llamarlas Tongoleles, porque nadie puede olvidar cómo esa mujer de acento agringado, nacida en Oregon, de padre piloto aviador, y madre polinesia sacudió la vida y la libido (libida) de tantos y tantos y ahora cuando la evoco en su casa, en la blanquísima funda de unos pantalones entallados y sus óleos propíos, reacia a contar las historias de su vida y su leyenda, no le puedo creer ni tanta inocencia, ni tanta belleza y hasta Joaquín el esposo siempre a su sombra la conmina y le dice, ¡Yolanda, Yolanda!, pero dile a Rafael las cosas, que él va a saber cómo escribirlas y la misma oferta le hago y nada me contesta y entonces mejor desistimos, porque José Luis ha dicho, yo hago las ilustraciones del libro, yo te hago los dibujos y el ansiado proyecto editorial naufraga poco a poco no por negativa sino por una simple cosa de mañana le seguimos, mejor te vienes a comer y hasta las ilustraciones se quedan en proyecto y se atraviesan otras cosas y Yolanda se sienta conmigo con Juan de la Cabada y Joaquín Álvarez Ordóñez y Cristina Pacheco en la presentación de un libro mío editado por Arturo Martínez Nateras y la Universidad de Sinaloa, (¡Ay!, nanita), bendecido por el brandy de Arturo Sotomayor y la presencia de mi madrina Yolanda, cuya simpatía me encandiló de una vez y para siempre con los hilos de una tersura de muchos años, y la pena ahora es la de siempre, por no haberla buscado en la otra Navidad ni buscarla otra vez en la calle de Amatlán porque a veces uno se diluye en la ciudad y las ocupaciones muerden el tiempo y se devoran todo y un mal día la gente que quieres se muere y te das cuante de cuánto desperdiciaste sin mirarla a los ojos, a esos ojos infinitos y silenciosos cuando se encendían en secreto como una pantera nocturna.