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En el último medio siglo, en un proceso lento, pero constante, los tres países norteamericanos hemos integrado una región con un intenso intercambio de mercancías y servicios, un gran flujo migratorio y un creciente sincretismo cultural, como parte de una respuesta “natural” a la conformación de la Unión Europea y el resurgimiento de las potencias asiáticas, China e India. La globalización, que implicó la dispersión de las cadenas productivas por el mundo y el reposicionamiento del capital frente al trabajo por la abundancia de obra de mano barata, encontró sus límites en la necesidad de consolidar bloques regionales por razones geoestratégicas y hegemonías cuestionadas.
Desde la gran crisis financiera del 2008, que muchos analistas equipararon a la de 1929 por su magnitud y efectos en el orden mundial, los gobiernos de los Estados Unidos replantearon su papel en lo interno y en lo externo y cambiaron profundamente sus estrategias para recuperar el protagonismo perdido con dos estrategias claramente diferenciadas en dos ejes aglutinantes opuestos: Obama y Trump.
En lo interno, la necesidad de impulsar un cambio profundo provino del aumento de las desigualdades sociales y regionales, el estancamiento económico, la transformación industrial y tecnológica, el envejecimiento de las élites políticas y el desequilibrio entre las fuerzas partidistas tradicionales y los candidatos anti sistémicos. El debate se expresó en visiones contrapuestas en materia de salud, protección social, impuestos, reindustrialización, política energética y tamaño del gobierno.
En lo externo, los flujos financieros y comerciales negativos para los Estados Unidos frente a una China con tasas de crecimientos de dos dígitos, el reagrupamiento geopolítico, la renovada presencia de Rusia, la vulnerabilidad ante la delincuencia organizada y el terrorismo globalizado, la creciente migración, el desgaste de los organismos internacionales multilaterales y los aliados europeos poco “cooperativos”, los gobiernos de distinta extracción partidista siguieron líneas de acción similares, con estilos diferentes.
En ese sentido, los demócratas optaron por la zanahoria y el garrote y los republicanos por el garrote y la zanahoria. El número de deportados a México fue significativo en el gobierno de Obama y, según algunas cifras, superior al que hubo durante la primera presidencia de Trump. La diferencia es el discurso menos directo e incendiario de los demócratas y las prerrogativas para su electorado hispano, por el programa de Consideración de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), que tiene un peso muy importante en los estados del sur. El presidente Trump, en un claro populismo punitivo, utiliza la construcción del muro fronterizo y la criminalización de los migrantes como una narrativa de su estrategia MAGA (Making America Great Again), que le ha redituado electoralmente y lo llevo a su segundo mandato constitucional.
Desde el siglo XIX, “nuestro barrio”, Norteamérica, tiene un bravucón, que se asume como el faro democrático que ilumina el continente y con un destino manifiesto para llevar la libertad allende sus fronteras, incluso para concretarlo, en su camino al Pacífico, se anexó territorio mexicano. La asimetría de poder nacional entre Canadá, Estados Unidos y México es de tal magnitud, que ha sido uno de los obstáculos para la integración regional, en la que se avanzó cuando el discurso estadounidense fue más terso, menos hostil hacia sus vecinos.
Trump, que es un animal político, conoce su posición geoestratégica y utiliza el poder nacional a su disposición para mantener un ambiente de amenaza constante para recuperar el protagonismo perdido y reconstruir su hegemonía en el mundo. Un elemento fundamental, desde su perspectiva, es proteger a su población de la epidemia de salud provocada por el fentanilo, cuyos principales culpables son los cárteles de la droga mexicanos y la mejor estrategia es pegarles donde duele, que es el bolsillo. En este contexto, se inscribe la declaración que califica de terroristas a estos grupos delincuenciales, cuyo propósito primordial es controlar el flujo financiero y sancionar actividades de riesgo y sospechosas.
Lo evidente es que el bravucón del barrio está vociferando, como nunca en la historia reciente, y esto genera, justificadamente, intranquilidad entre los gobiernos vecinos, que deben responder con firmeza, pero con la prudencia (cabeza fría) suficiente para que la cooperación regional sea viable en el mediano y largo plazos. Norteamérica vive una época de equilibrios precarios en un ambiente global hostil y competencia abierta por la hegemonía en Europa y América Latina.
Institucionalmente, con independencia de los protagonismos personales, no se detecta mayor interés en mancillar la soberanía entre los países socios del TMEC, aunque si hay una estrategia para el reacomodo de las cadenas productivas, que será lo esencial en las negociaciones próximas. El bienestar de Norteamérica depende de una enorme cooperación y coordinación entre gobiernos y su sustento es el respeto recíproco. Los papeles de bravucón o de víctima poco contribuyen a una buena relación entre naciones soberanas.
Profesor de la Universidad de las Américas Puebla
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