Opinión

La dignidad hecha cenizas

Fiscalía del Estado de Jalisco difundió unas imágenes de las prendas y zapatos que han sido localizados en el crematorio clandestino
Campo de exterminio Fiscalía del Estado de Jalisco difundió unas imágenes de las prendas y zapatos que han sido localizados en el crematorio clandestino (Fiscalía del Estado de Jalisco)

La fragilidad de la civilización se muestra en sus fracturas más íntimas. No en el discurso de sus instituciones ni en las declaraciones de sus estadistas, sino en los espacios donde el derecho a la existencia es negado de manera absoluta. En Teuchitlán, Jalisco, un horno crematorio clandestino ha sido mostrado en toda su crueldad y crudeza: un lugar en el que cuerpos han sido reducidos a cenizas, suprimidos en un intento de borrar toda huella de la vida que los animó.

Para el crimen organizado en México, hace tiempo que el asesinato ya no es suficiente; ahora se anhela el olvido absoluto de las víctimas. Lo que Finkielkraut llamó la amnesia organizada alcanza aquí su punto de mayor abyección. La aniquilación de la alteridad se completa no sólo con la muerte, sino con la eliminación de cualquier trazo de la existencia misma.

Emmanuel Levinas enseñó con claridad que la ética nace en el rostro del otro. La alteridad no es una abstracción filosófica, sino la evidencia radical de que la vida no nos pertenece exclusivamente. En cada mirada ajena se nos impone la responsabilidad, el deber ineludible de reconocer y proteger la existencia del otro. La violencia extrema que impera en nuestra sociedad es, en última instancia, la negación de esta premisa ética fundamental.

Cuando un cuerpo es reducido a cenizas en la clandestinidad, no sólo se le arrebata la vida, sino que se niega su derecho a ser, es decir, vivir pero también ser recordado ante y por los demás. Ante ello, con el exterminio se le excluye de la memoria, del duelo, de la posibilidad de justicia. No hay rostro al que responder, no hay un otro que interpele. Hay sólo cenizas, polvo esparcido sobre el suelo.

Las fosas clandestinas y los hornos de exterminio nos revelan el colapso de nuestra comunidad política. Recuérdese que la civilización no es sólo un conjunto de instituciones, sino un acuerdo tácito sobre el valor de la vida humana. Cuando este acuerdo se rompe, cuando los cuerpos se convierten en desechos que deben ser incinerados en la clandestinidad, el tejido civilizatorio se desgarra de manera quizá irreversible. En efecto, la desaparición forzada es el síntoma más profundo de una sociedad que ha dejado de reconocerse en su propia humanidad.

Estamos ante el síntoma de una ética corroída, de un tiempo en el que la aniquilación es un hábito cotidiano de los grupos criminales que han tomado el control de la vida y la muerte. La proliferación de fosas clandestinas en el territorio no solo representa la consolidación del crimen como forma paralela de gobierno, sino la total erosión del pacto social. La comunidad política se corroe cuando sus integrantes ya no pueden garantizarse unos a otros el derecho a ser contados entre los vivos. La fosa es, en este sentido, la metáfora de una sociedad que se entierra a sí misma, incapaz de sostener el valor de la vida como eje rector de su propia continuidad.

En este contexto, la cuestión ética es ineludible: ¿cómo restaurar la dignidad de quienes han sido reducidos a cenizas? Levinas insistía en que la ética no puede ser abstracta, que debe encarnarse en el compromiso ineludible con el otro. No hay posibilidad de civilización sin memoria, sin duelo, sin justicia.

En ese sentido, un primer paso es nombrar, recordar, impedir que el olvido se convierta en la última condena de las víctimas. El segundo es reconstruir una ética del reconocimiento, en la que la alteridad sea el centro de nuestra concepción de lo humano. Pero restaurar la dignidad de los desaparecidos no es solo una tarea de evocación simbólica; es un esfuerzo por dotar a los restos, a las cenizas, de una inscripción en la historia, en la comunidad que los ha perdido.

Todo lo anterior implica la búsqueda incansable, la exhumación, la identificación, la devolución de los nombres y los relatos que han sido arrancados por la violencia. Requiere la construcción de espacios de duelo colectivo, donde las víctimas sean reintegradas en la trama social. La restauración de la dignidad de los desaparecidos es, en última instancia, la posibilidad de que la civilización no se desplome por completo bajo el peso de su propia barbarie.

En un mundo donde el exterminio se esconde en la tierra y el fuego consume los rastros de la existencia, la resistencia comienza por la memoria. La civilización se mide por su capacidad de enfrentar su propia barbarie. La pregunta entonces no es si podemos ignorar estos horrores, sino si somos capaces de sostener la mirada ante las cenizas y devolverles su dignidad perdida. En ese acto de reconocimiento, en la voluntad de reconstruir la ética de la alteridad, reside la última esperanza de que la civilización no se haya reducido, ella misma, a polvo.

Investigador del PUED-UNAM

Lo más relevante en México