Opinión

Los toros sin defensores

Corrida de toros en la Plaza México CIUDAD DE MÉXICO, 05FEBRERO2024.- Se llevó a cabo la corrida de Toros en el marco del Aniversario 78 en la Plaza de Toros México. FOTO: GRACIELA LÓPEZ /CUARTOSCURO.COM (Graciela López Herrera)

En esta colaboración y algunas otras pretendo plantear argumentos poco recurridos en la interminable discusión acerca de la liberalidad hacia la tauromaquia y —por contra—, las sensibleras y prohibicionistas falsificaciones presentadas de la manera más grotesca en la ciudad de México sin nadie para hacer una defensa firme, ya no digamos airada.

—¿Dónde están los valientes cuyo pecho se opone a las cornadas del veto definitivo? No están.

Y eso se debe a algo muy sencillo: la afición mexicana a la fiesta de toros es prácticamente inexistente. De la prensa taurina, ni hablemos.

En los años recientes, la Plaza México, cuyo aforo se colmaba a fines de los años cuarenta del siglo pasado, con menos habitantes, cuenta sus llenazos hasta la bandera con una sola mano, siempre y cuando no sea la del diestro Diego Prieto, a quien apodaban, “Cuatro dedos”.

La desgracia de la fiesta se debe a una larga cadena de circunstancias cuya progresiva desatención hizo posible el adefesio de los “toros sin violencia”.

Mejor sería un país sin violencia, pero en fin.

Los grupos animalistas, cuya alharaca “woke” es pura estridencia, tampoco son tan numerosos. En una de sus más recientes manifestaciones no sumaban más de mil. Dentro del coso había 40 mil, pero ni uno solo de ellos cerrará el Periférico o bloqueará el aeropuerto. Son pasivos y Tancredos.

La anemia en los tendidos —además—, no es un fenómeno nuevo. La afición comenzó a disminuir cuando el contubernio entre toreros comodinos y ganaderos complacientes, llenó las dehesas de experimentos de mansedumbre disfrazada de estilo.

Los toros mexicanos —recuerdo cuando “Curro” Rivera lo denunció furibundo—, ya no embisten; caminan. Como los defensores. Pura lámina, poca casta; ausencia de trapío; falta de bravura. Toros mansos y mensos.

Cuando aparece un toro verdaderamente bravo, muy pocos son capaces de arrimarse y lidiar en serio. Muchos no lidian porque no saben; otros porque con los chivos, no les hace falta para muletear en redondo, de modo repetido y uniforme. Quien ve una tarde las ha visto todas.

Toreros sin imaginación, sin riesgo, sin emoción ni mérito, más allá de la inexplicable explosión de entusiasmo y largos olés, cuando (por ejemplo) el valenciano Enrique Ponce acomoda con el estoque una montera boca arriba y conjura así el mal fario.

Esta plaza, a la cual se le prohíbe ahora la continuidad de una tradición desvirtuada y sin defensores, le ha ofrecido su más grande homenaje, no a un torero o a un toro excepcional: se ha levantado completa del asiento para aplaudir la retirada de ¡un caballo!, con Hermoso de Mendoza como jinete.

Antes la plaza le aplaudía a Mariano Ramos o Manolo Martínez; a últimas fechas a un solípedo. Porque la mayoría estaba “solípeda” en sombra y en sol.

La fiesta, con todos estos trucos de bravura disminuida, mentiras en el peso de los animales, falsificación de registros y fraude con la edad, el novillo gordo con apariencia de toro y una irresponsable ausencia de autoridad para hacer valer siquiera el reglamento, con jueces al servicio del empresario (con la grande excepción de MAC), fue perdiendo el más grande sus valores: el respeto, el compromiso y la peligrosidad del oficio taurino.

Desapareció el peligro, los toros dejaron de tirar cornadas; los toreros ya no se juegan la vida, cuando más se juegan la tintorería.

En toda la historia de esta plaza solamente murieron por percances taurinos, un torero (a caballo) y un monosabio.

El poco peligro —y, por tanto, la escasa emoción más allá de la vistosidad de muletear en redondo a toros medio difuntos—, ha disminuido el aprendizaje y aumentado el alcohol. ¡Porra de alcohol!, se grita.

La Plaza más grande y cómoda del mundo, como se anunciaba, se convirtió en la taberna más grande del mundo.

Así, cualquier acto demagógico de la autoridad, este o cualquier otro, es inevitable.

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