
Las emociones nacen, son compartidas y se modifican en relación con los otros. Ellas permiten construir, individual y colectivamente, la realidad social de la cual forman parte. Los políticos de profesión ponen en escena tácticas emocionales para adquirir o conservar poder, consenso y estatus, mientras que las emociones permiten a los ciudadanos profundizar y articular discursos en común. El mundo actual se caracteriza por interacciones múltiples que producen una “sociedad de las emociones”. Ellas influencian nuestros lenguajes y el actuar social, además de que representan recursos para comprender e interpretarnos a nosotros mismos y a la realidad circundante. Las emociones son también instrumentos de poder, por lo que surge la preocupación cuando se orientan hacia el lado oscuro, es decir, cuando se crea un fuerte desequilibrio entre las emociones positivas y las emociones negativas.
Las emociones se encuentran desigualmente distribuidas al interior de la sociedad. Las clases pudientes tienen un exceso de emociones positivas derivadas de los privilegios transmitidos por los roles sociales que desempeñan. Por el contrario, las clases precarizadas de la población acumulan emociones negativas derivadas de la crisis financiera, el desempleo o el déficit económico familiar. La presencia de las emociones al interior de la sociedad favorece el surgimiento tanto de una estabilidad difusa como de una inestabilidad que podría derivar en formas violentas de acción social. Las emociones negativas son generadoras de energía destructiva y pueden dar vida a emociones secundarias como la apatía o la indiferencia políticas. Actualmente, las emociones antidemocráticas están en constante evolución, suprimiendo a las emociones democráticas.
Por ello, aunque oficialmente el fascismo no existe en nuestras sociedades, sí se han mantenido las condiciones objetivas para la aparición y desarrollo de prácticas y movimientos fascistas. Tenía razón el filósofo, sociólogo y psicólogo alemán, Theodor Adorno, cuando afirmaba que el fascismo no es un accidente histórico y tampoco una anomalía política, sino que más bien es un fenómeno que actúa al interior de la democracia y que le es contiguo. El fascismo, para usar una metáfora, es como un gusano anidado en la manzana que, invisible a simple vista, trabaja constantemente para echar a perder el fruto desde dentro. Esto significa que el fascismo no es necesariamente un régimen político, sino que también puede configurarse como una tendencia, un conjunto de emociones y orientaciones pragmáticas que actúan en las democracias.
En cualquier caso, el fascismo continúa a desarrollarse en el corazón de las sociedades pluralistas. En una época en la cual florecen extravagantes teorías que buscan obstaculizar los procesos democráticos, no podemos permitirnos el lujo de suponer que todos los puntos de vista son iguales y tampoco, ignorar las manipulaciones ideadas y actuadas por una clase política extraordinariamente experta en el arte del control de las emociones. El poder de estas formas de manipulación se proyecta a través de las redes sociales en contextos donde los ciudadanos no se sienten representados por los partidos tradicionales y los cuestionan por su incapacidad para dar voz a sus intereses. Este desencanto ha llevado al declive a la ideología socialdemócrata en el mundo y quizá al agotamiento del liberalismo.
Solo las emociones tienen el poder de negar la evidencia empírica, de dar forma a las motivaciones y de ofrecer respuestas a situaciones sociales concretas. La política está llena de estructuras afectivas sin las cuales no seríamos capaces de comprender el modo como las ideologías inciden en las experiencias sociales de los actores. Las democracias no mueren solamente por medio de golpes de Estado de tipo militar o por otros eventos similares. Ellas pueden apagarse lentamente. Como se observa en distintas latitudes, el populismo representa una tendencia fascista y una línea de fuerza que empuja a la política hacia orientaciones regresivas y predisposiciones emocionales de tipo antidemocrático.