Opinión

Populismo y servicios públicos

El eje ordenador de la política populista es su animadversión contra las élites, un “sentimiento” que acompañó siempre la retórica de López Obrador. Otro componente fue el ánimo agresivo, violento, cargado de odio, de sus intervenciones. Ambos elementos encontraron en la población pobre de México un campo fértil para que prosperara la causa de Morena y sus rémoras.

La base moral de esta tendencia fue la apropiación –con exclusividad- de la representación del pueblo. “Pueblo” como valor moral no empírico; frente al pueblo están las élites corruptas e inmorales. Cierto, hubo cierto talento –siempre perverso—del líder en el manejo discursivo de la oposición Pueblo vs Élites; es destacable además su activismo continuo, diario, a través de las “mañaneras” y de sus constantes viajes a todos los rincones de la república.

Su campaña principal fue contra la pluralidad: los opositores no formaban parte del “pueblo”, eran parte de las “élites”. Desde luego, la idea de que existe sólo un “pueblo auténtico” es una fantasía. La exclusión de las élites –incluyendo clases medias, intelectuales, etc.—de la categoría “pueblo” es otra fantasía. Los populistas fomentan el conflicto y la polarización tachando a sus adversarios de “enemigos del pueblo” e intentando excluirlos de todo.

La clave central de los populistas para gobernar es construir una base social mediante políticas clientelares –becas, asignaciones directas—que convierte a la ciudadanía en “clientes” del gobierno; se hace un intercambio de favores burocráticos o dinero por el apoyo político.

Otro elemento es extender al extremo su control sobre el aparato del Estado y combatir a la sociedad civil. Es un autoritarismo que se defiende con el argumento de que es la única, auténtica, representación del pueblo. Los populistas no son escrupulosos, navegan con un discurso descaradamente antidemocrático y no ocultan sus intenciones.

Ellos, por ejemplo, denuncian la corrupción, pero eliminan los mecanismos de control del uso indebido del dinero. En México no hay control sobre el gasto público y los más probable es que se esté formando una nueva élite corrupta. Lo paradójico es que esto se realice en el marco de un programa de “austeridad republicana”.

La austeridad se opone en este caso a la eficacia de los servicios. Por ejemplo, en educación, la sustracción de dinero del sector para pagar becas masivas a los alumnos ha significado que los servicios educativos se derrumben en calidad. Este fenómeno se ha acompañado de la puesta en marcha de un plan de estudios de educación básica, la Nueva Escuela Mexicana, un plan impuesto autoritariamente, de carácter doctrinario, confuso, heteróclito, de complicada operación para los maestros que sólo puede derivar en un derrumbe de aprendizaje.

Entrega de Libros de Texto Gratuito en escuelas del Estado de México (Crisanta Espinosa Aguilar)

En salud, ocurre otro tanto: los hospitales presentan carencias de equipo, de medicamentos y de personal, lo cual genera protestas permanentes de la población. O sea, los servicios públicos del Estado de Bienestar dejan de funcionar eficazmente bajo el régimen populista.

El Estado distribuidor de dinero no es funcional y es un fracaso como dispensador de servicios. Esta es, tal vez, su contradicción principal. El gasto educativo propiamente, el que se utiliza para apoyar los asuntos prioritarios de una política para mejorar la calidad de la educación básica (evaluación, formación inicial de maestros, formación continua, apoyo a la educación indígena y a la comunitaria, equipos digitales, más recursos para educación especial, fortalecimiento de las educaciones estatales, etc.) ha disminuido dramáticamente. Por otro lado, en educación superior las becas para posgrado y la investigación científica, sufren un castigo financiero sin precedentes.

En México, el nuevo gobierno federal, desde su populismo de izquierda, ha continuado con las políticas de restricciones al gasto educativo cuyo origen se remonta al siglo pasado, pero que adquirió su máxima expresión con la “austeridad republicana” que se aplicó en el sexenio anterior. Paradójicamente, en este caso se utilizó el argumento de la austeridad no a favor, sino en contra del neoliberalismo. Lo que se buscaba era adelgazar el gasto público para incrementar una bolsa dedicada a patrocinar gigantescos programas de becas y asignaciones directas de dinero a grupos sociales vulnerables.

El resultado dramático de esta política de austeridad fue, primero, crear una enorme población atrapada en las redes clientelares oficiales y, segundo, acabar con todo rastro de calidad en servicios básicos como salud y educación.

En el caso de México no hay nada que sugiera un cambio de derrotero en la política nacional. El nuevo secretario de educación fue, durante los últimos cuatro años, líder del partido oficial (Morena) y las pocas decisiones que ha tomado reflejan puntualmente el mismo discurso: aplauso al desorbitado sistema de becas y apoyo tácito a la Nueva Escuela Mexicana que fue impuesta coactivamente.

Tampoco se ha dado un cambio sustancial en el humor de las masas: una encuesta reciente informó que el 85% de la población daba su apoyo a la actual presidenta. Lo real es que la economía popular no ha cambiado: grandes sectores populares siguen en la pobreza y el malestar contra las élites sigue encendido o se ha acrecentado. Las bases de sustento del populismo (pobreza, ignorancia y resentimiento) siguen intactas y seguirán a menos que ocurra un viraje histórico imprevisto.

Este viraje podría darse, quizás, si los grupos más oprimidos, pudieran eventualmente sacudirse la modorra y adquirir conciencia de que la causa de su pobreza reside en el abandono tácito que el Estado populista hizo de la calidad de los servicios públicos como salud y educación

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