El hallazgo de restos humanos calcinados y de pertenencias abandonadas en el Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, es algo que no se debe minimizar. Es prueba de que hay zonas del país en donde campea el horror. Las primeras indicaciones serias apuntan a que se trataba de un campo de entrenamiento forzado del Cártel Jalisco Nueva Generación, en el que también -si nos hemos de atener a las imágenes y testimonios- se cometían asesinatos y se buscaba desaparecer todo rastro de las víctimas. Más allá de la disputa política (la lucha por mentes y corazones de la opinión pública), el hecho es un doble recordatorio. Por un lado, de que hay partes del territorio en donde no manda el Estado en ninguno de los niveles de gobierno, y sí el crimen organizado. Por el otro, que esa situación es capaz de generar niveles inenarrables de sufrimiento humano, al que nuestra clase política en general es indiferente. Hay quienes, desde la oposición, creen que este hallazgo es capaz de desgastar la legitimidad del gobierno de Claudia Sheinbaum, y actúan en consecuencia, subrayando el efecto trágico del crecimiento de las zonas de influencia de la delincuencia organizada durante el sexenio de López Obrador, gracias a su política de “abrazos, no balazos”. Utilizan políticamente la tragedia, como en su momento lo hizo el propio AMLO con la de los estudiantes de la normal de Ayotzinapa. Voceros cercanos al gobierno han utilizado el término “carroñeros” para definir a esta actitud de la oposición. Al hacerlo, están definiendo a las víctimas del Rancho Izaguirre como carroña, como mera carne descompuesta. Así el nivel de empatía humana. El caso es que el gobierno de Sheinbaum ha tenido una actitud ambivalente y contradictoria ante el hallazgo, balanceándose entre dos estrategias de comunicación y de acción muy diferentes entre sí. Eso prueba, entre otras cosas, que no hay un punto de vista único en el entorno gubernamental. Por una parte, hemos visto una estrategia de negación y de ocultamiento. En los extremos -típicamente, en los youtubers que han crecido, desde el sexenio pasado, bajo el amparo y promoción de la 4T- ha ido desde la versión de que se trata de un montaje de la derecha, la que señala que los muertos son de los tiempos de Calderón a la que le echa la culpa exclusivamente al gobierno estatal. En esa misma estrategia se encuentran la manipulación del terreno para desaparecer evidencias y la crítica a quienes han hecho la denuncia -especialmente poco empática cuando se trata de las madres buscadoras- o han hecho eco de ella. Las versiones más burdas (pienso en la del senador Fernández Noroña) han llegado a sugerir que los objetos encontrados en el rancho no son de personas desaparecidas, o que todo se trata de golpear al pobre de López Obrador. Detrás de todo ello (que serían las respuestas tácticas), está la estrategia de minimizar la crisis de violencia y el poderío del crimen organizado en el país. La de normalización de un estado de cosas al que le urge un cambio. Por otra, ha habido dentro del gobierno iniciativas para tratar con más seriedad el caso de las personas desaparecidas, la admisión de que es un tema que urge atender y, junto con la detención de operadores del CJNG y de policías municipales, la declaración del secretario García Harfuch de que en el narcorrancho mataban y torturaban a quienes se resistían al adiestramiento. No era un montaje. Maquillar la realidad sólo es posible hasta cierto punto. La verdad a veces tarda, pero normalmente termina por brotar. Y, si hay alguna lección política sobre el caso Ayotzinapa, es que intentar pasar la bolita a otros niveles de gobierno, tratar de cerrar apresuradamente el caso, descalificar las investigaciones independientes o intentar echarle tierra al asunto, es contraproducente. Por el momento, ante el asunto, en el gobierno y en el área de la 4T hay dos estrategias de comunicación que chocan entre sí y crean disonancias. La selectiva, según la cual se puede vender la idea de que los gobiernos morenistas, a diferencia de los anteriores, son como el cisne que cruza el pantano sin ensuciarse, y la proactiva, que reconoce el problema y propone políticas que pueden ser efectivas o erradas, pero no intenta tapar la verdad con un dedo. Al gobierno le convendría poner un alto a esa disonancia en sus propias filas, al menos para saber a qué atenernos. Lo mínimo que debe esperar la sociedad es una estrategia única de comunicación, acompañada por resultados de investigación que avancen en esclarecer el caso. No requiere “verdades históricas”, pero sí intentos serios de ahondar en lo sucedido, sin la sobrecarga política a la que quieren acostumbrarnos. El hecho es que los gobiernos, en todos sus niveles, han sido incapaces de proteger los derechos humanos elementales de las víctimas del Rancho Izaguirre. La reparación y compensación del daño, ¿cuánto costaría? De ese tamaño es la deuda social. Lo que tampoco puede admitirse es la indignación selectiva. La idea de que unos muertos pesan más que el monte Tao y otros muertos pesan menos que una pluma. Cuando nos encontramos ante alguien que tiene esas posiciones, estamos ante la pérdida de todo sentido humano. Lo que menos debe importar es la filiación política, la nacionalidad o si las víctimas son parte de un colectivo o llegaron a su trágico destino de manera individual y separada. fbaez@cronica.com.mx Twitter: @franciscobaez