
El reciente procesamiento judicial del cantante Gerardo Ortiz por una corte en Estados Unidos, acusado de haber actuado a solicitud de un empresario presuntamente vinculado con el Cártel Jalisco Nueva Generación, reabre un debate profundo y urgente sobre la función sociocultural del narcocorrido en México. Más allá de la anécdota judicial, este hecho ilustra un fenómeno que no es aislado, sino parte de una estructura cultural mucho más compleja y extendida: la construcción de una teología ritualizada de la violencia que encuentra en los narcocorridos su expresión más visible.
Desde la sociología del crimen organizado, el narcocorrido no puede ser comprendido únicamente como un subgénero musical ni como una simple exaltación de la vida delincuencial. Es, en muchos sentidos, un ritual. En él se narran gestas, se canonizan héroes y se invocan poderes superiores. La música se convierte en medio de consagración, el cantante en sacerdote, y el público en una congregación que no solo escucha, sino que participa de una misa invertida en la que la muerte, el poder y la impunidad son glorificados.
En un contexto nacional en el que hay cada vez mayor diversidad religiosa, puede sostenerse que lo que está ocurriendo en México no es simplemente un proceso de secularización, sino una mutación profunda del fenómeno religioso. El narcotráfico, en tanto estructura de poder informal, ha absorbido elementos de lo sagrado, generando nuevas formas de fe, culto y simbolización del mal. La figura del capo ya no es solo un hombre poderoso: es un mártir, un santo, un enviado. El corrido que lo celebra no es solo una canción, sino una letanía.
La progresiva pérdida de hegemonía del catolicismo en México lejos de haber traído consigo un abandono de lo sagrado, ha conducido a una reconfiguración en formas nuevas, muchas de ellas peligrosamente ligadas al crimen y la violencia. Así como emergen devociones como la Santa Muerte y Jesús Malverde como símbolos protectores del inframundo criminal, los narcocorridos fungen como salmos que legitiman el actuar violento de los cárteles. El narcocorrido no solo canta la violencia: la sacraliza, la ordena simbólicamente y le otorga una lógica moral dentro del universo narco.
En este contexto, el caso de Gerardo Ortiz no es aislado. Es muy probable que existan decenas de cantantes, compositores y grupos musicales que han sido utilizados –de forma consciente o inconsciente– como instrumentos para la liturgia del crimen. Las contrataciones a modo, los pagos en efectivo, los espectáculos en plazas controladas por cárteles y las dedicatorias musicales a jefes específicos constituyen una economía simbólica de la violencia ritualizada. Se ha erigido, en suma, un sistema cultural complejo que funciona como una iglesia paralela: con sus profetas, sus mártires, sus santos y sus cantos sagrados.
Este fenómeno ha desbordado el terreno de la música y se ha proyectado en una estética completa que podríamos denominar como “la teología narco”. En este universo simbólico se articulan camisas con estampas religiosas y armas, cadenas con crucifijos y santos populares, camionetas lujosas como relicarios rodantes, y letras que repiten la lógica de la redención mediante el sufrimiento y la muerte. El lenguaje narco-religioso ha contaminado incluso a los jóvenes no vinculados directamente con el crimen, quienes adoptan esta estética como signo de identidad, de resistencia o simplemente de estatus.
Hay aquí una operación simbólica similar a la del catolicismo tradicional: la transformación del sufrimiento en sentido, del martirio en gloria, de la muerte en trascendencia. El narco se convierte en una figura mesiánica y el corrido, en su evangelio. Esta “teología de la violencia” no es abstracta ni metafórica: produce sentido, orden y legitimidad dentro de los territorios dominados por el crimen organizado. No es extraño, por tanto, que algunos sicarios porten rosarios o se encomienden a la Santa Muerte antes de asesinar. En esa lógica, el acto violento se convierte en ritual de paso, en prueba de fe y lealtad, en gesto sagrado.
Desde una perspectiva foucaultiana, esto representa una forma sofisticada de control social. No basta con imponer el miedo por la vía de las armas: es necesario también “seducir el alma”, dominar el imaginario, establecer una gramática moral alternativa. En este sentido, los narcocorridos no son simples apologías del delito, sino tecnologías del poder simbólico. Forman parte de un régimen discursivo que legitima al crimen como orden superior frente a un Estado ausente, corrupto o impotente.
La respuesta institucional frente a este fenómeno ha sido, en el mejor de los casos, torpe; en el peor, cómplice. Censurar narcocorridos no desmonta el imaginario narco: solo lo desplaza hacia lo clandestino. Por ello, la tarea no es prohibir, sino comprender e intentar transformar. Es necesario analizar los códigos culturales, las liturgias ocultas y las teologías invertidas que sustentan esta forma de organización simbólica. Sólo así será posible desmontar sus fundamentos y construir alternativas de sentido que no pasen por la sacralización de la muerte.
En suma, los narcocorridos no deben ser entendidos únicamente como expresión cultural, sino como dispositivos rituales dentro de un sistema de creencias que ha cobrado autonomía y fuerza dentro de una sociedad fragmentada por la violencia, la pobreza y el abandono del Estado. Si el catolicismo pierde terreno, no lo gana la razón secular, sino nuevos credos que emergen desde la oscuridad: una liturgia del crimen, una eucaristía de sangre, una teología invertida donde el asesino se convierte en redentor y la música en sacramento.
Investigador del PUED-UNAM