
1.
Se cumple una década de la muerte del escritor chiapaneco Eraclio Zepeda. Lo conocí en febrero de 1984. O, mejor dicho, lo vi y admiré por primera vez en ese entonces (quiero decir que él no me conoció a mí). Tenía yo apenas 17 años y participaba junto con mis compañeros de militancia en la organización de un gran evento político y cultural por la conmemoración de los 50 años luctuosos del nicaragüense Augusto César Sandino.
El acto tuvo lugar en el Auditorio Nacional, diversos grupos de izquierda y un grupo de jóvenes que participábamos en el legendario Comité Manos Fuera de Nicaragua ayudábamos en la organización. Ernesto Cardenal fue uno de los oradores invitados, el grupo Sananpay, Oscar Chávez, Gabino Palomares, Carlos Mejía Godoy y los Folkloristas, entre muchos otros, por la parte musical. El orador principal de aquella noche, el más esperado por todos, fue el propio Eraclio Zepeda.
A decir verdad, aquellos jóvenes que asistíamos con entusiasmo y sin experiencia alguna no teníamos una encomienda mayor, pero felizmente nos las arreglamos para ser comisionados en el comité de recepción del compañero Zepeda. Y ahí estábamos los tres jovencitos: Antonio Tenorio, Renán Martínez y yo, en la puerta trasera del Auditorio esperando que nuestro invitado llegara.
Se apareció por fin con notable retraso: le vimos acercarse con su enorme bigote negro y su boina verde, una camisa de lana a cuadros, una sonrisa no menos feliz y prominente que la barriga, y un dulce olor a vodka que delataba o explicaba la razón de su retraso.
Sin detenerse, con paso firme y bonachón, nos saludó con ese acento chiapaneco tan suyo y con un muy cortés: “buenas tardes compañeros”. Habernos dicho “compañeros” hizo mi jornada tarde, y fue para mí uno de esose inolvidables bautizos en los albores de la vida militante.
Se dirigió entonces el compañero Zepeda hacia el escenario sin ningún titubeo, hubiéramos imaginado que de algún lugar sacaría las hojas de su discurso, , pero nada de eso ocurrió: se acercó como pudo al micrófono, un sólo reflector blanquísimo lo iluminó dejando en oscuridad al resto de la escena , y sin reparar que se dirigía a una multitud de varios miles que abarrotaban las butacas del viejo Auditorio comenzó a contar un cuento, o mejor dicho a improvisarlo.
He tratado por años de acordarme de la trama de aquel relato improvisado, sólo puedo recordar que era una historia entre pintoresca y fantástica, muy tan suyas por lo demás, ligada por supuesto a Sandino y a Chiapas, pero que en modo alguna hacia un esfuerzo por ideologizar el discurso, más allá de fabular sin ton ni son, con no más límite que su imaginación, y sin ningún otro ingrediente que el vodka que habría ingerido horas antes.
De manera que Eraclio contaba un cuento, para el que seguramente no se había preparado ni un minuto. La gente, con todo, se mantuvo en silencio, todos, en la oscuridad de aquel enorme auditorio, nos dejamos llevar por el relato. El relato concluyó luego de 10 o 15 minutos en que nos mantuvo absortos, vinieron los aplausos, las consignas, y así sin más se dio la media vuelta y regreso por el mismo lugar por donde había venido. Le acompañamos de nuevo caminando unos pasos detrás de él. Al llegar a la puerta, se detuvo por un instante y se despidió con las mismas palabras que al principio: “buenas noches compañeros”.
Muchos años después, ya siendo amigos, le recordé aquella escena y le pregunté si recordaba el cuento de Sandino que contó aquella tarde. Hizo un esfuerzo por recordar ambas cosas, titubeó, y me confirmó que lo recordaba. Días después, ya más en confianza, me aseguró lo contrario. No tenía la mejor idea ni de aquel día, ni mucho menos de lo que contó.
En pago por la confianza, y ya una vez trabada la amistad, le recordé también el apodo que se había granjeado entre sus compañeros del PSUM y que nos fue revelado esa misma tarde: Eraclio Se Empeda. Reímos a carcajadas ante aquella confesión de mi parte. No había ni hay en aquel recuerdo el menor acto censor. Es al contrario, una celebración a su vida.
2.
Alguna vez Eraclio Zepeda me contó la siguiente anécdota. A mediados de los años 70, cuando la Revolución Cubana vivía sus mejores momentos al amparo de la Guerra Fría y del oro de Moscú, las actividades culturales del régimen tenían una proyección internacional, prestigio y capacidad de convocatoria de las que hoy tan sólo quedan cenizas. En especial, la Casa de las Américas se convirtió en la meca de los escritores latinoamericanos de izquierda. Los premios que otorgaba esa institución, así como las publicaciones y los múltiples congresos que patrocinaba —en los que se discutió hasta la náusea el papel del intelectual en la revolución latinoamericana— le merecieron algo de fama y poder. El poder suave del mojito y el marxismo tropical, diríamos ahora.
Imaginemos entonces una escena que debió de haber ocurrido más o menos en los siguientes términos: se encuentran en La Habana, como era habitual en ese tiempo, un grupo de reputados escritores de izquierda. Entre ellos estaba Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Ernesto Cardenal y el propio Eraclio Zepeda. Beben y conversan en un ameno coctel cuando, de repente, salta a la charla el nombre de un escritor colombiano admirado por todos ellos: Álvaro Mutis. Evocan algunas anécdotas del autor avecindado en México, reivindican su poesía, su prosa y, sobre todo, la talla proverbial de su célebre personaje Maqroll el Gaviero.
De pronto se incorpora a su círculo nada menos que el comandante en Jefe, quien enseguida manifiesta su interés por ese tal Álvaro Mutis del que hablan, al que no tiene el gusto de conocer: “Bueno —propone Fidel—, pues si el señor Mutis es tan bueno como dicen, ¿por qué no lo invitamos a la isla?”. Ante lo cual Eraclio, entre broma y veras, sabiendo de la fama de conservador y anticastrista del colombiano, le respondió a bote pronto: “No mi comandante, ni se le ocurra, con decirle que Álvaro ha dicho públicamente que el mejor sistema político es la monarquía”. Castro se queda callado un momento, medita la situación, y teje enseguida una respuesta: “Está bien, al menos los admiradores de la monarquía y los revolucionarios comunistas tenemos algo en común: nos oponemos a la burguesía. ¡Que lo traigan!”.
Sirva esta historia para recordar otro aspecto de la vida de Eraclio que es necesario revalorar: su condición de militante de izquierda, tan injustamente descalificada por la izquierda puritana en sus últimos años de vida.
Eraclio tenía 23 años cuando, de visita en la Habana como dirigente estudiantil para asistir al Congreso de la Juventud, le tocó la invasión de Bahía de Cochinos. Se alistó en la línea de combate junto con el joven poeta salvadoreño Roque Dalton. La primera vez que lo visité en su casa de la Colonia Condesa, me enseñó su foto de aquellos días colgada al centro de su estudio: el joven combatiente, delgado y con barba naciente, boina y camisola verde olivo. La épica de la juventud contenida en un instante.
Militó por 12 años en el Partido Comunista Mexicano, y se quedó hasta el final en sus dos versiones postreras: el PSUM, del que fue diputado, y el PMS. Incluso le tocó fundar con muchos otros al PRD en 1989, sumando entonces dos décadas de activa participación en la izquierda mexicana.
Su participación como secretario de gobierno con el gobernador priista Eduardo Robledo Rincón entre 1994 y 1997 fue el motivo de linchamiento político por parte de una porción de la izquierda mexicana que vio en aquella decisión no la voluntad de Eraclio para contribuir al diálogo en un territorio dinamitado por el conflicto zapatista, sino un acto de traición e ignominia. La tragedia de Acteal, que Eraclio advirtió e intento por diversos medios de desactivar, fue injustamente atribuida a su responsabilidad. De la desconfianza hacia su gestión se pasó a la acusación más artera: genocida.
Con su salida del gobierno de Chiapas en 1997 culminó un ciclo político de casi tres décadas. Su carrera literaria se benefició de esa temprana jubilación de la vida pública, a partir de entonces emprendió una tarea mayor para alguien que hasta entonces sólo había afinados las herramientas de la brevedad a través del cuento: una trilogía novelada, que fue lo último que escribió.