
No me andaré con rodeos: creo que la serie (en cuatro capítulos) “Adolescencia” es la mejor que ha sido transmitida por Netflix en todos estos años. Es un thriller detectivesco, pero también un drama, una introspección psicológica, un retrato social, una poderosa y sintética novela.
Es difícil definir qué es lo mejor de la serie: si las actuaciones o el guion; si la cinematografía o los diálogos; si el panorama social de una concreta, pequeña ciudad británica o la recreación universal de toda una época, que es la nuestra.
¿Exagero? Pues no solo yo. The Times se puso de pie y no dudó en decir que es una obra “completamente perfecta”. La BBC londinense informó que es “El programa más visto en la plataforma en todo el mundo durante la última semana de marzo”. The Guardian, por su parte, sentenció “lo más cercano a la perfección televisiva en décadas”. Milenio, de México, anotó: “Es la cúspide de todo lo que hemos visto en cuanto a narrativas, a cinematografía…” y así sucesivamente.
No es, ni de lejos, una superproducción, pero derrocha investigación psicológica y social, memoria, imaginación y destreza de guionistas, directores, actores y productores que escaparon de las banales series de entretenimiento que suele ofrecer la pantalla chica. A cambio, elaboran una creación artísitca (sí, está a esa altura), un mundo original, tan persuasivo que, aunque ficción, alcanza a plantear la pura verdad.
La serie es hipnótica, hechicera y es difícil no ver los cuatro capítulos de corrido como quien lee una de esas dramáticas novelas cortas, como las de Coettze.
No esperen personajes sofisticados, con sabidurías adquiridas de no sé qué profundidades de la maldad (como en “Los Soprano” o “El Irlandés”). Lo que dicen y nos transmiten en “Adolescencia” es más perturbador por su sencillez y simpleza, como en esa escena clave, donde Adam, el hijo del detective con agruras (Luke Bascombe) en medio de la investigación, le dice: “me dio pena en verte tan perdido en todo esto, Papá”.
Y es que entre la experiencia del mundo adulto contemporáneo y el mundo de los pubertos y de los que se asoman a la adolescencia hay un abismo en el cual padres, madres, maestros, policías y aun psicólogos especializados, tantean, se pierden… no alcanzan a descifrar.
Es cierto que nuestros padres, de quienes hoy somos viejos, también tuvieron que lidiar con nuestros propios peligros, pánicos y aprehensiones (en mi caso la mariguana, las incipientes drogas sintéticas) pero lo que ahora enfrentan —lo descubrí en la serie— es una nueva especie, el ciberbullying, sextorsión y eso que llaman androsfera. Un nuevo telón de fondo que acecha a los más jóvenes de un modo diabólico, porque no solo, ni principalmente está allá afuera, no está en la calle, sino en la intimidad del dormitorio, junto a los ositos de peluche de quienes todavía no han salido por entero de su niñez.
¿Qué hacen, que mensajes, qué formación paralela reciben los hijos adolescentes, cuando pasan horas y horas encerradas en sus cuartos mientras nosotros suspiramos tranquilos presumiendo que allí, están más seguros que en ninguna parte? ¿Qué mundo tan ajeno a los padres transcurre en las ventanas de sus celulares y sus tablets? ¿Qué scrolean con desgano durante tantas horas?
Entre otras cosas, acceden a la “machosfera”, una muy amplia oferta de webs, canales de YouTube, foros y perfiles en redes donde se expresa y se potencia la inseguridad masculina propia de la edad, pero también la perplejidad frente a los nuevos roles de las mujeres y la ira apenas contenida contra ellas quienes parece, se han propuesto prescindir de los hombres… y los bullean. En medio de todo eso, su vulnerabilidad y su soledad, el ecosistema de una generación que se hace de cada vez menos amigos, al mismo tiempo que invierten más tiempo frente a las pantallas (por ejemplo, según el INEGI, los adolescentes mexicanos pasan 5.5 horas diarias en internet, la mayor parte de ese tiempo, en redes sociales).
Pero “Adolescencia” no pontifica ni emite ninguna moraleja. Teje la realidad en una serial crítica de la sociedad y de las instituciones inglesas (podrían ser las nuestras) de una manera feroz, sin concesiones. Contrario a otras series que también quieren ser críticas, esta no individualiza: el culpable no es este o áquel maestro, no este o aquel sitio de internet, no esa o aquella oveja descarriada, como el tierno, infeliz y malévolo Jamie. Aquí se replantean las cosas: hay una sociedad y unas instituciones (empezando por la familia y la escuela) que parecen condenadas sin remedio, devoradas por la velocidad y la influencia del algoritmo.
¿Habían escuchado términos como “incel” o “red pill”? Multiplicados por innumerables likes, el niño, señalado por su víctima como “virgen perpetuo” a través de divertidos emojis, acaba despreciando y autodespreciándose. Y su metamorfosis, a los 13 años, ha dado pie a esta obra maestra.