
Como se recordará, el año pasado más de la mitad de la población mundial en cerca de 70 países participó en elecciones para decidir la integración de gobiernos, elegir presidentes, legisladores y gobernadores, entre otros cargos públicos, en sus respectivos países. Ello en principio resultó alentador ya que reflejó de alguna manera el avance de la democracia mundial en lo general y de los países concernidos en lo particular.
No obstante, el escenario global estuvo empañado por las situaciones en Gaza y Ucrania, dos de los conflictos más cruentos en las relaciones internacionales, que han alimentado la violencia, la polarización y falsas narrativas alrededor de los principales actores involucrados en ellos y frente a sus implicaciones en algunos de los procesos democráticos de 2024, ya fuera para denostar o para descalificar contendientes.
En todo caso, en varios de los comicios celebrados pudieron observarse verdaderas disputas ideológicas, fundamentalmente entre derechas e izquierdas, por la prevalencia de determinado proyecto nacional; los casos mexicano y estadounidense resultan paradigmáticos en este sentido.
En el caso mexicano los resultados trajeron resultados positivos para las corrientes progresistas y el fortalecimiento de la democracia; en el norteamericano los cambios de paradigma si bien radicales, no necesariamente son materia de entusiasmo, por decirlo amablemente. Ambos son buen contraste de avances y retrocesos democráticos.
Hasta muy reciente, México había ocupado un lugar lamentablemente destacado en la historia política de la democracia por sus contribuciones al autoritarismo.
Probablemente el modelo más exitoso de régimen autoritario, fue el del partido único de Estado, en el periodo postrevolucionario del siglo XX. El fraude electoral se convirtió casi en arte maestro perenne, los movimientos progresistas fueron reprimidos con mano dura o de cooptación, y mediante la aplicación del delito de disolución social.
Posteriormente, en el periodo de transición del modelo económico del país hacia finales de esa centuria de cerrado a abierto, a fin de insertarlo en los procesos deglobalización económica, haciendo prevalecer los planteamientos del mercado libre, se procuró apuntalar el autoritarismo del régimen político fortaleciendo la figura sempiterna del presidencialismo. Como apuntara un sabio experto del momento: una operación de “perestroika” sin “glasnost”.
La transición electoral de inicios del presente siglo permitió que ese modelo de autoritarismo cerrado mutara a uno de democracia incipiente, controlada por ciertos partidos y actores políticos y económicos hegemónicos, endetrimento fundamentalmente de los movimientos sociales y políticos de izquierda.
En ese escenario mexicano de nuevo siglo, se habló de democracia ciertamente, pero no existió una auténtica democracia. Entre otras contribuciones del tipo de las señaladas anteriormente, cabe recordar el penoso episodio en 2005 del desafuero del entonces jefe de gobierno del DF, Andrés Manuel López Obrador, a la sazón presidente de México en 2018, a través de un torcido proceso penal vinculado a la construcción de una calle para comunicar un hospital. En el fondo el objetivo era impedir que el “populista” se presentara y pudiera ganar los comicios presidenciales de 2006. El resto de la historia es de sobra conocida.
En un país en el que su presidente comienza a gobernar a través de decretos, sin consultar en ninguna materia al poder legislativo, censurando periodistas o favoreciendo a sus cuates millonarios. Sería un escándalo mundial y el mandatario tachado de dictadorzuelo.
Generalmente fenómenos de esta naturaleza se asocian con incipientes democracias de “países bananeros” y son denostados por su talante autoritario. Ese país ya no es imaginario. En comicios disputados, la democracia norteamericana eligió a su actual presidente con más de 77 millones de votos (49.8%) y 312 votos electorales, es decir, un mandatario que logró una importante legitimidad surgida de las urnas. Se asumiría que una figura política de ese talante tendría un fuerte compromiso con la democracia.
Sin embargo, en poco más de dos meses ha firmado alrededor de 98 órdenes ejecutivas, 27 sobre política exterior. El presidente tiene esta facultad, pero una historia diferente es gobernar por decretos.
Stephen Collinson ha sugerido que “personifica una auténtica muestra del carácter natural de EE.UU a un cuarto del siglo XXI: nacionalista, hostil a las relaciones exteriores, cansado de la inmigración indocumentada y de la extralimitación woke de los progresistas en cuestiones de diversidad y género, y firme en la creencia de que las élites que dirigen el gobierno son enemigas del pueblo.”
Dice esta analista que “con sus aranceles, su abrazo a los autócratas y su desprecio por la democracia dentro yfuera del país, Trump está desmantelando simultáneamente las estructuras de seguridad nacional y libre comercio que hicieron de EE.UU la nación más rica y poderosa de la historia.
Sus acaparamientos de poder desde que regresó a la Casa Blanca amenazan la constitución y el estado de derecho, y confirman los temores de los fundadores, que temían que un presidente intentara algún día convertirse en rey.”
(“La gran noche de Trump agudiza las amargas divisiones internas de Estados Unidos”, CNN, 5marzo2025, cnnespanol.cnn.com)