
La Compañía Nacional de Opera recién nombró como su nuevo director artístico al argentino Marcelo Lombadero, quien se estrenó en estos días al frente de esta institución dependiente del INBAL, con una pieza mayor de la tradición operística del siglo XX: Lady Macbeth de Mtsensk.
La ópera más conocida del compositor ruso Dmitri Shostakóvich se presentó por primera vez en México al cumplirse un siglo de su estreno en la entonces ciudad de Leningrado de la Unión Soviética (hoy de nuevo San Petersburgo) en 1934, y su posterior reestreno en 1936, en el Teatro Bolshói de Moscú, aquella oscura y célebre noche en la que asistió a la función el feroz camarada José Stalin
La expectativa que generó su muy tardía llegada a los escenarios mexicanos obligaba a una puesta en escena que estuviera a la altura del largamente pospuesto desafío, y lo cierto es que lo ha cumplido con creces. Puedo asegurar que se trata de las mejores producciones mexicanas que he visto en los últimos años, y sólo es de lamentar -como suele suceder con la ópera- que una producción tan elaborada, compleja y espectacular haya tenido la efímera existencia de apenas cinco funciones en el Palacio de Bellas Artes.
México se puso al día con una de las grandes óperas del siglo XX. Pero más allá del cumplimiento de una deuda cultural, lo que presenciamos fue una experiencia estética de enorme crudeza, una apuesta que no buscaba complacer, sino incomodar, conmover, sacudir, como acaso era el propósito original de su autor. Y eso, en tiempos de espectáculo vacíos y edulcorados, es aún más meritorio.
Le dedico pues esta entrega a un acontecimiento memorable en la cartelera capitalina del 2025, que nos recuerda no sólo la vitalidad y el profesionalismo de la ópera mexicana contemporánea, sino su capacidad para incorporar al talento de otros países, siendo la ópera, además, una manifestación natural del cosmopolitismo de la producción cultural mexicana, en este caso financiada en su mayor parte con recursos públicos.
1.
En términos técnicos, diríase que el resultado fue impecable. Dirección orquestal sólida, una puesta en escena eficaz que renuncia al melodrama ramplón, un elenco solvente -de voces a la altura de la partitura- y especialmente un diseño escenográfico, de luces, y de vestuario, que nos brindaron algunos momentos de una muy esmerada visualidad teatral.
La ópera de Dmitri Shostakóvich no es fácil de ver ni de montar. Es un retrato violento y feroz de la desesperación humana. La trama, de vaga resonancia shakespeariana, apunta lo siguiente: una mujer encerrada en un matrimonio opresivo, sometida por un suegro autoritario y decadente, aislada por un entorno sin amor ni compasión, encuentra en el deseo adúltero la única forma de escape, hasta terminar convertida en asesina múltiple. Todo lo que le rodea está podrido, todo lo que toca se descompone, incluyendo el cadáver del marido que asesinó con la complicidad de su amante. Y, sin embargo, algo en su tragedia nos conmueve. Porque más allá del crimen, lo que hay es vacío: la soledad como forma de existencia, el tedio como condena.
Katerina, la protagonista vive prisionera entre la apatía de su abúlico marido y los abusos y desplantes autoritario de su lascivo suegro. Se enamora de un obrero joven recién llegado a la empresa familiar, comete adulterio, envenena al suegro que la ha descubierto, mata, junto con el amante, al marido a su regreso de un largo viaje, y tras ser ambos descubiertos y enviados a una prisión en Siberia, matará a su vez a una nueva amante del amante, para inmediatamente después suicidarse. Todo esto, entre insultos, acosos, vejaciones. No hay redención posible. Lo que vemos no es la emancipación de una mujer o su descenso psicológico a la Ana Karenina. Es la carne humana puesta en un matadero, como lo subrayó con sutil crudeza la escenografía: un rastro industrial, con ganchos colgantes de reses cortadas en canal, que suben y bajan al ritmo de las escenas. Una carnicería moral y social. Todos son piezas del mismo matadero. Todos son, a la vez, víctimas y verdugos.
Ese traslado escenográfico del molino rural -considerado en el libreto original- a una carnicería no es una mera ocurrencia. Es, quizás, la única manera contemporánea de poner en escena una ópera que no edulcora nada. Shostakóvich compuso la partitura con la convicción de que el horror también necesita música. Y no cualquier música: la suya es ruidosa, elusiva, fragmentaria, a ratos grotesca -no en todo se equivocaron sus acervos críticos del aparato represor estalinista-. Hay marchas militares que suenan como si estuvieran ebrias. Hay fragmentos líricos interrumpidos por fanfarrias. Todo es estridente y grotesco. Como si el compositor estuviera gritando desde dentro de un sistema que lo acechaba. La música de Shostakóvich aúlla, se retuerce, se burla y golpea como una conciencia atormentada.
Montar Lady Macbeth hoy en México es acaso una decisión política en el mejor sentido del término. Nos obliga a mirar de frente temas que siguen siendo dolorosamente actuales: el abuso del poder, la violencia de género, la impunidad. Esta no es solamente una ópera sobre la Rusia zarista de la segunda mitad del siglo XIX. Es una ópera sobre cualquier sociedad que produce víctimas sin ofrecer justicia, y que hace de la víctima al mismo tiempo una victimaria, la disonancia ética de todo antihéroe. Doble disonancia: la de la música, y la del drama humano que la contiene, un territorio sin fronteras morales, al menos no una frontera que podamos distinguir a primera vista.
Con esta obra Shostakóvich nos recuerda que la ópera no siempre ha sido un territorio de “bel canto”, el decorado pintoresco y la comedia bufa de enredos. Que también puede ser, y a veces debe ser, un arte incómodo. Lady Macbeth no es una pieza pulida hasta la pureza. Es una ópera más bien cruda, urgente, sin filtros. Su belleza no está en la armonía, sino en la descomposición.
Es raro ver una ópera que no se conforma con ser mero entretenimiento armónico y melodioso. Aquí no hay coloratura para el lucimiento ni duetos para la ternura. Es una obra incómoda y necesaria. Un espejo áspero que no halaga al espectador, sino que lo desafía. Y eso también interpela a la institución que la presenta. Porque cuando el INBA se atreve a montar una obra como esta, y lo hace con inteligencia escénica, solidez musical y respeto por el texto, se demuestra que el arte público puede y debe aspirar a algo más que la programación segura o la nostalgia melódica.
2.
En la novela El ruido del Tiempo (Anagrama, 2016) el escritor británico Julian Barnes contó la historia perturbadora del compositor Dmitri Shostakóvich y el giro aterrador que le dio a su vida la puesta en escena de esta obra que tendría que ser la primera parte de una trilogía operística dedicada a la historia de las mujeres en Rusia. Nunca llegó a escribir las otras dos.
El 26 de enero de 1936 el todopoderoso José Stalin asiste a la representación de Lady Macbeth de Mtsensk en el Bolshói de Moscú. Lo hace desde el palco reservado al gobierno y oculto detrás de una cortinilla. El compositor -de escasos 30 años- sabe que está allí y se muestra intranquilo. Dos días después aparece en el Pravda un demoledor editorial que lo acusa de desviacionista y decadente. Un editorial aprobado o acaso escrito por el propio Stalin.
Son los años del Gran Terror y el músico sabe que una acusación como ésa puede significar la deportación a Siberia o directamente la muerte. Pero sobrevivirá, compondrá música “patriótica” y llegará a ser un alto funcionario del régimen y el más alto representante del arte soviético comprometido. Un ejemplo particularmente desolador de las relaciones entre el arte y el poder. Uno de los grandes compositores del siglo XX adaptó su música a la estética oficial, y se postró ante el dictador para sobrevivir en un periodo en el que cualquier “enemigo”, del régimen era fusilado sin juicio alguno. Salvó el pellejo, con el tiempo regresó al corral del establishment soviético, pero en el camino dejó una parte de su alma, de su dignidad y de su ambición artística.
Colofón
Arturo Márquez, el gran compositor mexicano del “Danzón número 2” (1994), -acaso la pieza más emblemática, más ejecutada y más representativa de la música mexicana de concierto de las últimas décadas- en 2005 escribió la cantata “Sueños”, con base en un texto del poeta Eduardo Langagne. El cuarto movimiento de esta esta obra, titulada “Tengo un sueño”, fue ampliamente utilizada el sexenio pasado para acompañar uno de los proyectos culturales insignia del gobierno. Más cercana a la propaganda que al genio creativo, cada vez que la he escuchado en los últimos años no he dejado de pensar en Shostakóvich.