Se derraman prolijos los elogios de quienes no comparten ni por asomo la fe del desaparecido pontífice de la Iglesia Católica. No entienden, o fingen no hacerlo, la única importancia del Papa: su liderazgo religioso.
La condición de jefe de Estado del vicario de Cristo no tiene, junto a eso, mayor importancia. Es el resultado de un concordato con Italia y un recurso para proteger a la Iglesia Católica Apostólica y Romana, no al virtual Estado Vaticano cuyas dimensiones y características lo hacen inviable como tal. Compleja dualidad.
Por eso cuando la jefa del Estado Mexicano, la presidenta (con A), elogia al desaparecido papa con las palabras más obvias –y por tanto vacías-- del mundo, ofrece feble palabrería:
“Muere el Papa Francisco. Un humanista que optó por los pobres, la paz y la igualdad. Deja un gran legado de verdadero amor al prójimo. Para los católicos y los que no lo son, es una gran pérdida. Haberlo conocido fue un gran honor y privilegio. Descanse en paz”.
Un “humanista que optó por los pobres”, como nosotros los militantes del Humanismo Mexicano, quienes creemos que por el bien de todos primero los pobres, le faltó decir.
No parece un elogio sincero al difunto, sino –una vez más, como en la entrevista de febrero del 2004, como propaganda de la campaña presidencial, el aprovechamiento (después de Xóchitl Gálvez) de una figura de talla mundial para cobijarse fugazmente bajo su sombra prestigiosa.
Obviamente la presidenta (con A) no comprende, ni por religión, ni por vocación esa corriente católica de la llamada “opción por los pobres” cuyos orígenes evangélicos se remontan hasta el Sermón de la Montaña (Mt 5:1; 7:28).
Así pues, la desmayada intención de igualar el pensamiento papal con la frase publicitaria de la preeminencia de la pobreza es un recurso barato.
No tiene por qué saberlo nuestra presidenta (con A), pero el Papa León XIII, tras su encíclica “Rerum novarum”, creó un banco para ayudar a los pobres.
Tampoco debe saber la doctora cuál fue el “punto luminoso” del Concilio Vaticano II, motor de las profundas actualizaciones de la iglesia contemporánea, impulsado por el Papa Juan XXIII: la pobreza.
De esas deliberaciones y reflexiones, se nutre y prolonga el pensamiento papal del difunto Francisco. No ha habido –además-- un solo ocupante del trono de Pedro cuyo pensamiento y a veces su acción-- vaya en contra de la Iglesia de los pobres.
Juan Pablo II dijo:
“… Al hablar de este tema, no puedo dejar de destacar, una vez más, que los pobres constituyen un desafío moderno, sobre todo para los pueblos con una buena situación económica en nuestro planeta, en el que millones de personas viven en condiciones inhumanas y muchos mueren literalmente de hambre. No es posible anunciar a Dios Padre a estos hermanos sin el compromiso de colaborar, en nombre de Cristo, en la construcción de una sociedad más justa”.
Así pues alabar el compromiso por los pobres en un intento de empatar la axiología papal con el discurso político de la IV-T., así se haga desde los pliegues del disimulo, es una maniobra de fácil advertencia. Solamente falta quien se crea la sinceridad de esas palabras.
Y por cuanto hace al “humanismo”, valdría la pena asomarse a las honduras teológicas de quien llega al papado por decisión de un cónclave de cardenales inspirado por el Espíritu Santo (cosa poco humana, a fin de cuentas), y es vicario de Cristo, algo poco frecuente y reservado sólo para uno entre todos los humanos de la iglesia y a ninguno fuera de ella.
La importancia del Papa es religiosa. Es obvio, sin Iglesia no hay Papa, aunque también tenga un aspecto político. Sin política no habría Vaticano. Por eso un Papa es –además -- un líder respetado en el mundo.