Opinión

Del neo y del liberalismo

Protesta de mujeres en Peshawar contra el liberalismo
Protesta de mujeres en Peshawar contra el liberalismo Protesta de mujeres en Peshawar contra el liberalismo (La Crónica de Hoy)

De las muchas estelas que ha dejado la muerte de ese escritor gigante que era Mario Vargas Llosa, hay una que interpela directamente a esta columna, siempre ocupada en temas que van de la política a la economía y viceversa.

Esa estela es la formidable beligerancia del peruano a favor del liberalismo y más allá, de su extensión hacia el reino del mercado, el comercio, la economía… su beligerancia argumentada a favor del neoliberalismo, en una palabra.

Soy de los que creen que no son lo mismo. Entre el liberalismo y el neoliberalismo hay un abismo. El segundo no es “consecuencia natural” del primero, más bien es una deformación. De allí que haya quienes se puedan declarar “socialistas liberales” y critiquen todo lo duro que pueden al neoliberalismo económico. Y este es uno de los contrapuntos esenciales de muchos (incluyéndome) con el maestro recientemente fallecido.

Al liberalismo lo preside la idea de que la sociedad es producto de la voluntad, de un contrato, con reglas que procuran la libertad individual, la vigencia de la ley y límites al poder público, dividiéndolo, en primer lugar. Dicho de otro modo: para el liberalismo la sociedad es una creación artificial, una criatura de la política.

El salto que da el neoliberalismo es negar esa premisa, contradecirla, para plantear que la organización de la sociedad es fruto de la acción anónima y descentralizada de cada individuo. Ni Hobbes ni Rousseau, son los filósofos escoceses, encabezados por Adam Smith, quienes atinan, pues el interés y la necesidad de cada uno, son las fuerzas que en verdad determinan las relaciones entre los seres humanos.

Nadie como Milton Friedman para ilustrar la radicalidad y la profundidad de esa ambición. Tomemos como ejemplo su famoso discurso antirracista pronunciado en la Sudáfrica del apartheid: “El hombre que se opone a comprar o trabajar junto a un negro limita su propio rango de elección. Por lo general, tendrá que pagar un precio más alto por lo que compra o recibir un rendimiento menor por su trabajo. O, dicho de otra manera, aquellos de nosotros que consideramos que el color de piel o la religión son irrelevantes, podemos comprar algunas cosas más baratas como resultado”.

¿Lo ven? No se trata de igualdad; no es el convencimiento público; no es la consciencia ni es la moral que se construye socialmente: es la implacable lógica del mercado la que alejaría el racismo, convertido por Friedman, no en una aberración política, sino en una ineficiencia económica.

Para ese tipo de pensamiento, la mejor sociedad, el mejor gobierno, no serán fruto de la democracia política, de los acuerdos sociales. Al contrario, para Friedman, el principio democrático de “una persona, un voto” era no sólo una ficción, sino un mecanismo “inevitablemente corrupto”, productor de un mercado distorsionado en el que “intereses especiales” dictaban el curso de la vida pública.

La mayoría de los votantes estaban “mal informados”. La votación deviene un proceso “muy ponderado” que crea la ilusión de cooperación social y que blanqueó una realidad de “coerción y fuerza”. La verdadera democracia insistió Friedman, no se encontraría más que en el mercado libre, donde los consumidores podían expresar sus preferencias con sus billeteras libres.

Así se esculpió la idea más dañina del neoliberalismo: la democracia en realidad, nace y vive en el mercado no en la política y por eso -como si fueran marxistas de la última hora- la economía es determinante, la democracia implica indisolublemente libre mercado y mientras más libre y sin regulaciones, mejor.

Es un abuso conceptual que, sin embargo, ha tenido muchos adeptos ilustres porque parece seductor: lleve usted las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos para cualquier problema, en cualquier campo y tendrá una visión completa, “holística” de la sociedad contemporánea.

Luego, en los años setenta u ochenta, algunos economistas adscritos, emprendieron una invasión hacia la sociología, la politología y aún, la psicología para seguir esos pasos y convirtieron al individuo en un “ser racional”. Actúas bien, actúas correctamente porque sigues tu propio interés, ¡felicidades! Eres “racional” y eso, hasta el día de hoy.

El escrito más influyente -muy citado por Vargas Llosa por cierto- “La responsabilidad social de las empresas es aumentar sus ganancias” (1970, The New York Times Magazine), es una síntesis simple y poderosa de las creencias sobre el poder del mercado y los horrores que, según ellos, se encuentran fuera del mercado.

Cito: “Los empresarios creen que están defendiendo la libre empresa cuando declaran que los negocios no se preocupan ‘meramente’ por las ganancias, sino también por promover fines ‘sociales’ deseables; que las empresas tienen una ‘conciencia social’ y se toman en serio sus responsabilidades de proporcionar empleo, eliminar la discriminación, evitar la contaminación y cualquier otra cosa que pueda ser el lema de la cosecha contemporánea de reformadores”, escribió Friedman.

Pero no: los verdaderos espacios para la elección individual no son los comicios, no son los parlamentos, no es la opinión pública: son los mercados donde se permite a los consumidores expresar sus deseos con sus billeteras. Allí no hay lugar para la manipulación política. Cualquier actividad que interfiriera con las ganancias, por noble que parezca, socavaba la capacidad de una empresa para hacer lo que los ciudadanos están deseosos de pagar.

En este punto se concentra la diferencia central entre liberalismo y neoliberalismo: la voluntad humana más auténtica se concreta en el mercado, no en la democracia.

Como dice el historiador Zachary Carter, muchas de las mejores mentes pensaron así (volvieron a pensar así) entre siglos. Y sus consecuencias las seguimos pagando hasta ahora. (El precio de la paz: dinero, democracia y la vida de J.M. Keynes. Paidós, 2021).

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