1.Algo tiene de árbol en la forma un algodón de azúcar, algo de nube también. Sus raíces horadan el subsuelo de las infancias, su levedad casi ingrávida flota en los cielos de nuestros primeros recuerdos. Alimento y ornamento, es paleta y es globo: golosina que empalaga sin remedio y mascota efímera que sostenemos al caminar o sentados en una banca.
Con tres dedos en pinza lo vamos pellizcando hasta despojarlo de su fronda original. Ya en el paladar, comprobamos que el artificio colorido es puro azúcar y nada más que azúcar. Como en la vida, probarlo representa un descenso de la fantasía a la objetividad, un toparse con la realidad, un caer de su nube insípida, la incomodidad de unos dedos pegajosos, la certeza de unas manos sucias a las que es preciso enjuagar.
La tecnología rudimentaria que lo creó pertenece al orden de los más simples inventos y a la vez inmejorables: como la máquina de hacer palomitas, el organillo de manivela, o el carrusel. Todos ellos nuestros eternos contemporáneos, arquetipos mayores en los arcanos de la infancia.
El aire caliente va moldeando al algodón de azúcar como se hace el hilo en la rueca. En las postrimerías del siglo XIX sus inventores en Estados Unidos lo bautizaron originalmente como fairy floss (hilo de hadas), acaso para subrayar la naturaleza fantástica de su apariencia.
2.
La dramaturga y directora mexicana Gabriela Ochoa encontró en el algodón de azúcar la metáfora ideal para penetrar en los sótanos de la infancia y en el laberinto de la memoria: ese palacio de espejos encantadores o abominables, edificantes o destructores, donde el pasado se refleja nítido y luminoso, o bien se deforma como en un mal sueño, entre brumas, traumas y sombras.
Con esta premisa -la de la infancia como destino o como tragedia, pero también como hazaña de la libertad- escribió, dirigió y montó un espectáculo escénico que es también un complejo artefacto lumínico y visual, poseedor de una vivacidad sorprendente, a la que quisiera llamar representante del nuevo expresionismo en el teatro mexicano.
Es también esta obra una disertación ontológica sobre los ángeles y los demonios de la infancia, y especialmente sobre esas zonas del silencio omiso donde se guardan hasta pudrirse los grandes secretos familiares, incluso los relativos al abuso y la violencia contra los menores.
Luego de varias temporadas exitosas en diversos teatros de la ciudad de México, hace unas semanas Algodón de Azúcar obtuvo en Madrid el premio a la mejor obra latinoamericana del año otorgado por la Academia de Artes Escénicas de España. Compitió en la terna con otro dramaturgo mexicano que ha renovado al teatro mexicano y de quien ya hemos hablado en este espacio: Flavio González Mello. Una nueva temporada de la obra se presenta actualmente y hasta el 11 de junio en el Centro Cultural del Bosque de la ciudad de México. Estas notas son una invitación a los lectores para verla, y un reconocimiento a una pieza que podría tener como epígrafe un verso mínimo de la poeta estadounidense fallecida el año pasado y premio Nobel de literatura, Louise Glück: “Vemos al mundo una sola vez/ en la infancia / lo demás es memoria”.
3.
“(…) A cada paso mi infancia conspiraba contra mí, y cada ramita y cada mata de hierba parecían traerme datos y recuerdos”, escribió el novelista británico Martín Amis -también fallecido el año pasado- en El libro de Rachel. Esto es precisamente lo que le ocurre a Magenta, el protagonista de la obra. Un adulto rejego a quien encontramos al arranque de las acciones camino a casa de sus padres, con la caja humedecida de un pastel en la mano, en un atardecer tormentoso. Debe asistir a un festejo del que prefería no ser parte. Lo hace a regañadientes, visiblemente incómodo. La lluvia pertinaz contribuye al extravío en el barrio de su infancia al que no ha regresado en muchos años.
Cuando ya cae la tarde se topa con un parque de diversiones que debió visitar cuando niño, ahora ya en ruinas y abandonado. Es su Comala. Magenta se nos presenta entonces como un eco de Juan Preciado que al ir en busca de su padre “un tal Pedro Páramo”, entrará en un territorio de sombras, fantasmas y recuerdos. Él mismo carga con una sombra que sigue sus pasos no menos que lo acecha e intimida: un actor-sombra todo de negro y sin rostro, que es uno de los más sutiles y expresivos aciertos narrativos de la obra. En el fondo Magenta no busca a su padre como ocurre en la novela de Rulfo, busca a su tío.
Los fantasmas de este otro Comala encarnan en tres payasos que lo llevarán de la mano en un viaje trepidante a la semilla, es decir, a los vergeles, pero también a los pantanos de su infancia, a los entresijos de su pequeño universo familiar: sus padres, una amiga de su edad que aparece como su primer amor, la abuela y, sobre todo, el tío.
Para emprender este viaje hacia atrás Gabriela Ochoa se sirvió de una atmósfera onírica y fantástica, sostenida con un muy diversos recursos multimedia y especialmente una iluminación -a cargo de Ángel Ancona- que termina siendo un personaje más en el escenario por su peso en la construcción narrativa, o mejor dicho dos: las luces, y las sombras, no menos importante unas que otras en el desarrollo de la trama.
El “viaje de Magenta” al reino de la infancia y su universo familiar, su aparente extravío en un parque de diversiones abandonado, su toparse ya en el sueño o en la vigilia con personajes entre bufos y aterradores que lo conducirán al epicentro de sus recuerdos, me parece que está en deuda con El viaje de Chihiro de Hayao Miyazaky, el largometraje que catapultó a la fama al Studio Ghibli. O tiene al menos cierta evocación estética y atmosférica de este clásico de la animación contemporánea.
Hay inocencia, asombro y vértigo en el regreso de Magenta a los territorios de su infancia, también hay confusión, dolor y la desgarradora ruptura de esa inocencia. Su infancia, de algún modo, es la de todos nosotros. Cada quien carga con sus payasos. Cuando bufos y socarrones, los tres payasos nos recuerdan que la infancia es, también, una franca y estridente carcajada; pero cuando adoptan otros papeles y ayudan a poner la mesa en el banquete de los peores recuerdos del protagonista, están más cerca del Eso de Stephen King o del Krusty fumador y lépero de Matt Groening, que de Cepillín.
“Prestar atención al pasado es el primer paso para aprender a vivir”, escribió Paul Auster en un pasaje de la novela 4,3,2,1 (Advierto que, como Glück y Amis, Auster también falleció hace apenas unos días. De manera involuntaria este texto se ha poblado de fantasmas, para hablar de otros fantasmas).
En efecto, el protagonista le pone atención a su pasado como la única vía para sobrevivir y enfrentar de una buena vez lo que ha cargado como una sombra ignominiosa. Su pasado se transforma en la escena en un espacio tridimensional y giratorio donde la memoria convertida en relato adquiere peso, volumen, ritmo y profundidad. Un ámbito físico, pero también uno de orden sensorial. ¿A que huele? ¿A qué sabe la infancia? Probablemente a algo muy parecido a un algodón de azúcar.
Si la infancia es esa gran república democrática en la que todos fuimos ciudadanos, los parques de diversiones, las ferias y los circos se sitúan en la alameda central de ese país imaginario donde todos, de una u otra manera, seguimos habitando. A todos nosotros la memoria nos preserva nuestro propio algodón de azúcar. Aparecerá en nuestra mente en esa hora final en la que nos cargue el payaso.
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