En los próximos días se cumplirá un año de hostilidades ocasionada por la agresión militar de Rusia a Ucrania. Poco para celebrar sin embargo, para los que no creen en el recurso de la violencia para solucionar conflictos internacionales. Contra todos los pronósticos la acción bélica rusa no sólo no le ha traído una victoria militar que le permita avanzar sus intereses políticos de contención del avance de la OTAN a los linderos de su frontera como tampoco de reivindicación territorial e ideológica en su país vecino que han sido los dos grandes fundamentos de su operación militar. El saldo de muertos -algunos cálculos se refieren a la pérdida de 200 mil efectivos-, la incompetencia mostrada en el campo de batalla, las afectaciones a su economía y a su población, así como el enorme costo del esfuerzo militar no le han bastado al gobierno ruso para reconsiderar su posición. Parece sumido en un callejón sin salida en el que no queda sino seguir empujando por una solución militar para no perder la cara. Un esfuerzo bélico tan absurdo que ha llevado al gobierno ruso a enfrentarse, así sea de manera indirecta, a buena parte de los países más ricos del mundo. Si acaso algo avanzado en este año de enfrentamientos, es el aumento del gasto militar y la persistencia del recurso al uso de la violencia.
Ucrania, con el apoyo de los países europeos y de Estados Unidos principalmente, ha logrado mantener una defensa ininterrumpida de su país y preservar su independencia, algo loable sin duda, pero tampoco ha dado muestras de estar interesado en una solución pacífica. Su petición reiterada ha sido la de obtener más y mejor armamento para sostener su lucha y someter al agresor. De manera que ambos bandos han establecido su respectiva línea roja que pudiera dar espacio a la diplomacia y a deponer las armas, pero lamentablemente las dos posturas parecen transitar inevitablemente por la premisa de la derrota militar del otro para sentarse a la mesa a negociar, con lo cual las hostilidades no harán sino prolongarse hasta que ello suceda, con las consecuencias que también ello acarrearía.
Con la excepción de dos o tres países, la totalidad de Europa ha otorgado su respaldo al gobierno ucraniano. La agresión rusa, muy probablemente contra sus cálculos, ha dado una cohesión de unidad y acción a la OTAN, a Europa, a Estados Unidos y a sus aliados, que no experimentaban desde los buenos años de la guerra fría. No es el único favor no intencionado de Rusia. En el plano económico los europeos a lo largo de un año han venido dando muestras claras de su voluntad de romper su dependencia energética con Rusia, y al igual que el gobierno estadounidense, han instrumentado un amplio programa de sanciones a la economía y al sistema financiero ruso que parece estarle ya cobrando una importante factura. Varios observadores sostienen que a pesar del daño, es altamente improbable que las sanciones provoquen por sí mismas la debacle del régimen.
Un escenario diferente sucede en otras latitudes del mundo, en donde el apoyo irrestricto a Ucrania para una solución militar no es de esa amplitud y consenso, lo mismo en países de América Latina y el Caribe como de Asia y África, por ejemplo. Cabría suponer que más allá de la razón relativa que le asiste a cada una de las dos partes en conflicto, lo cierto, es que el teatro de operaciones queda lejos en su sentido militar y operativo pero no en el económico y social. Los costos de la elevación de la inflación y el encarecimiento de productos básicos de consumo son una realidad negativa que efectivamente ha sido generalizada y de alcance mundial. La solidaridad que se pide en un conflicto en que la democracia es atacada y el tirano somete y amplía su poder represivo ha convencido poco en esas latitudes.
Es claro que el mandatario ruso es indefendible en esos términos, pero también cabe cuestionar el pretendido carisma del presidente ucraniano batido en duelo para defender la democracia -la de su país sin duda- pero cuestionablemente la de todos los demás. Todo ello sin mencionar el riesgo latente de una escalada fatal del conflicto con el trasfondo de las armas nucleares. Al final, como en todas las guerras y conflictos armados, tristemente la cuota de víctimas y tragedia la aportan las sociedades y las personas.
Han proliferado las explicaciones sobre la amenaza de la autocracia rusa y sus objetivos de dominación dentro y fuera de su país, pero siempre queda la duda de cuáles pudieron haber sido los errores y las provocaciones que la otra parte pudo haber cometido como para dar pie a un conflicto prolongado. Por ejemplo, algunos especialistas sostienen que una razón fundamental por la cual la transición rusa hacia una democracia electoral ha sido larga y conflictiva -e infructuosa podría agregarse a juzgar por el tipo de mandatario que posee- es que ha tenido una agenda compleja de cambio que ha pasado por el desmantelamiento de un imperio -dícese la Unión Soviética- la transformación de la economía y la construcción de un sistema democrático sobre las ruinas de una “dictadura comunista”. Diversos analistas sostienen que es la agresión militar más grave en Europa desde las dos guerras mundiales del siglo XX. Cierto, pero el riesgo es que tampoco sería la primera vez que el teatro europeo succiona al resto del mundo a un cruento conflicto de escala global, como también ya sucedió en esas dos conflagraciones mundiales. La espiral de la violencia no trae aparejado nada bueno. Propuestas de negociación existen varias. No queda sino esperar a que el agravio ceda el paso a la congruencia y que no sea demasiado tarde.
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