1Siempre volveremos a Tolstói y a Dostoievski. Siempre también a Chéjov. Tal parece que ese extremo de la modernidad Occidental que fue la producción literaria rusa a finales del siglo XIX, sigue siendo una de las principales fuentes de la que abrevamos para entender mucho de lo que nos conforma como seres humanos, como individuos, pero también como familias, y más aún, como sociedades y civilizaciones.
De esa magnitud el legado de la tradición rusa que sigue encontrando en un país en apariencia tan disímbolo como lo es México, y más de una centuria después, un territorio donde florecen nuevas obras literarias o piezas teatrales que llevan en el DNA la impronta genética de sus grandes maestros.
Pienso en la extraordinaria novela de David Toscana, El peso de vivir en la tierra (Alfaguara, 2022), acaso el mayor homenaje que se la hecho desde la lengua española a la tradición literaria rusa; o en la novela de Carmen Boullosa El libro de Ana (Alfaguara, 2016) que especula sobre la aparición del famoso manuscrito perdido de Ana Karenina -mencionado apenas como un guiño metaliterario en la novela de Tolstói que lleva el nombre de la protagonista- y que desde la más documentada ficción Boullosa se da a la tarea de imaginar y redactar.
En el caso del teatro y la dramaturgia, Chéjov ha encontrado en México un terreno fértil. Tanto en lo referido a las puestas en escena de sus obras principales -con un amplísimo historial en la cartelera mexicana-, como en la manera en que sus piezas han enriquecido la formación actoral en México.
El rigor que demanda interpretar a los personajes de Chéjov, sabiendo que desde la primera frase se deberá cargar con todo el peso biográfico y toda la profundidad psicológica del personaje a interpretar es, más que un reto, un rito de iniciación. Actuar bien un personaje teatral de Chéjov demanda el rigor y la valentía de un pianista que se encara por primera vez frente a una partitura de Rachmaninov.
Chejov logró construir atmósferas donde lo que se calla pesa a veces más de lo que se expresa de manera explícita en el escenario. La elocuencia del silencio, el peso de lo que no se ve en escena pero que ahí está, es una de sus mayores aportaciones al teatro moderno. Qué tarea más difícil para un actor y para un director de escena saber comprender y proyectar no lo que se dice, sino lo que no se dice, hacer a nuestro entendimiento visible lo que en el escenario es invisible.
También ha influido o guiado de distintas maneras a nuestros dramaturgos y directores. Tan sólo en los últimos meses se pudo ver un trabajo de Luis Mario Moncada inspirado en Tío Vania a cargo de la Compañía Nacional de Teatro (Ya no hay bosque en la niebla); Cristian Magaloni dirigió su propia adaptación de La Gaviota en el Foro Lucerna; Oscar Uriel dirigió hace algunos años la puesta en escena de Las tres hermanas; como también lo hizo David Olguín hace no mucho al dirigir un Tio Vaina, tomando como base la traducción de una figura mayor de nuestra escena teatral: Ludwik Margules.
2.
La actriz y dramaturga mexicana Sandra Burgos se acogió a esta tradición rusófila -y especialmente al legado ineludible de Chéjov para el teatro mexicano contemporáneo- al componer la pieza en dos actos Archipiélago, que en 2020 ganó el Premio Nacional de Dramaturgia “Luisa Josefina Hernández”. Su triple formación académica en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en CazAzul y en la Universidad de Melbourne, le permiten acercarse con pericia al complejo universo chejoviano.
El título alude a la introspección insular que fragmenta de manera irremediable y persistente a los integrantes de un núcleo familiar cualquiera, cuando las tribulaciones de la vida son fuente de conflicto antes que de comunión. Islas humanas separadas por el mar de la mutua incomprensión y aun confrontadas, donde lo que predomina es la división, las violencias intrafamiliares, la intromisión de los fantasmas del pasado, la acumulación de los agravios, la ceguera individual, el maltrato, el tedio doméstico, y donde se crea además una zona de silencio para ocultar todo aquello que se mantiene como un secreto ignominioso, a partir de una premisa inequívoca: lo que más se oculta, es lo que menos se olvida.
Sandra Burgos sostiene que en el mapa de la condición humana hay familias que aparecerían trazadas no como un continente en tierra firme, sino como un “archipiélago de soledades”, para usar la expresión acuñada por Jaime Torres Bodet al referirse a su generación literaria que se aglutinó alrededor de la revista Contemporáneos.
Siguiendo la famosa sentencia de Tolstói en las primeras líneas de Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, la autora nos propone otra posibilidad ontológica para el ethos familiar: “todas las familias unidas son iguales, pero las familias desunidas lo son cada una a su manera”:
El espacio natural, previsible y casi estereotípico para la confrontación familiar es la cena navideña. Todos hemos vivido de un modo u otro alguna navidad amarga, cuyos descalabros ocurrieron alrededor de un pavo horneado o unos romeritos.
Cuatro hermanas -quiero decir, cuatro islas- están convocadas a tender los puentes que les permitan pasar juntas la noche de Navidad en la que fuera su casa familiar, luego de muchos años de no hacerlo. Nos enteramos entonces que ahí vive la segunda esposa de su padre ya fallecido -para algunas de ellas su madre adoptiva, para otras apenas una madrastra intrusiva-. Nos enteramos también que su madre biológica las abandonó cuando recién había parido a la menor de las cuatro, por razones que nunca entenderemos a detalle.
El abandono es una forma pasiva de la violencia. Su impacto de larga duración lo constataremos en la vida de las cuatro hijas, fracturadas desde distintos flancos. La ausencia de la madre -que sin estar en la escena pesa mucho en el ambiente y en la trama- es uno de los elementos chejovianos de la obra. Paradójicamente su ausencia es una presencia casi muda y apabullante.
Casi muda, porque en los días previos a la navidad la menor de las hijas encuentra el diario de la madre, donde dejó registro de las tribulaciones en torno a su matrimonio y su maternidad, que probablemente condicionaron su huida, aunque tampoco quedan del todo claras las razones de fondo de su desaparición. Incluso se insinúa que tal vez no huyó, sino que el padre -un hombre violento y alcohólico que al parecer abusó de su hija mayor- pudo haberla matado. Todas estas zonas de ambigüedad en la obra están en deuda directa con Chéjov. Hay muchas cosas que no sabemos y que nunca habremos de saber, tal como ocurre en cualquier núcleo familiar, tal como ocurre en la vida misma.
Hay otras referencias más explícitas a su legado: nueve personajes en la escena, el mismo número que propuso Chejov para el Tio Vania, lo cual le parecía la cifra que mejor se ajustaba a su arquitectura dramática; Las 4 hijas tienen nombres rusos: Katya, Sonya, Tanya y Galya, y aparecen como un homenaje a Las tres hermanas del dramaturgo ruso. Pero acaso las más importante de todas es que, siguiendo a Chéjov, Sandra Burgos logró una radiografía íntima y demoledora del universo familiar, ese infierno de todos tan temido, de todos tan venerado.
3.
Justo ayer concluyó la primera temporada de Archipiélago en el Foro Shakespeare de la Ciudad de México, bajo la dirección de Valeria Fabri, y cuyo elenco se enriqueció con las actuaciones notables de Sophie Alexander-Katz y Pilar Ixquic Mata, dos actrices mexicanas de larga trayectoria en los escenarios y en la pantalla. Esperemos su pronta reposición para continuar con ese diálogo ya secular entre el teatro mexicano y la obra de Antón Chéjov.
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