Uno tiene plumas a las que suele volver. Esos autores que, leídos con avidez en algún momento de la vida, quedan después en una especie de reposo activo, porque si bien sus libros permanecen cerrados, son sus ideas las que se nos han quedado en la mente.
Estoy tentado a decir que, más que en la mente, en la epidermis.
Un día de la semana me desperté y X me informó que ya no estaba Paul Auster. Y mi pensamiento inmediato fue: murió el autor de los personajes solitarios.
Yo no sé si escogemos a esas plumas de las que he hablado porque nos narran nuestra propia vida, porque algo nos liga a ellas; o justamente porque nos presentan mundos que nos son totalmente ajenos. Pero en todo caso, algún mecanismo mitad emocional y mitad racional nos liga con ellas de una forma que, como el amor, es mejor no entender del todo.
Leí mucho a Auster. Cuando llegué a él, hace unos quince años, lo hice por su libro “La invención de la soledad”, debo decir que no me deslumbró (como sí me pasó con Reyes o con Garro) sino que me desoló. Pero en ese momento era justo lo que necesitaba leer.
A partir de ese momento leí cuanto pude encontrar del autor americano. Diría que lo devoré casi sin digerir sus textos, uno tras otro, sin darme tiempo a meditar sobre ellos, pero es que sentía que se integraban a mí. Sentía que me hablaba a mí. Sentía que sus personajes me retrataban a mí.
No soy nadie para sostener la idea de que el autor se refleja en todos los personajes de su obra. Pero sí creo que, en ocasiones, la ficción refleja la vida íntima de quienes la leemos.
Tanto leí de Auster que llegó un momento en que me llené. He dicho que lo devoré, así que el verbo “llenar” es el adecuado. Diría más, me empanzoné de sus novelas, al grado de pensar “todos sus personajes son parecidos: seres solitarios al borde de romper toda liga con la comunidad, de desaparecer sin mayor rastro y sin que nadie les extrañe”. Como quien come sin hambre y lo hace más allá de sus fuerzas, no me quedó sino echarme en un sillón y dejar que todo se fuera digiriendo sin plena conciencia de lo que pasaba.
Ahora me doy cuenta que en mi alejamiento hubo un proceso interno, casi psicoanalítico, que me separó momentáneamente de la lectura; pero también una ceguera brutal: sus novelas conforman un universo.
Pero Paul Auster no se fue. Se quedó ahí, dando de vueltas, como esas ideas-rayo que nos cruzan en el psicoanálisis y que parecen agotarse con su propio brillo, pero que sabemos se quedan trabajando, rumiando, girando, en el inconsciente. Esos personajes solitarios, ese riesgo de desaparecer sin mayor rastro, y sin provocar mayor dolor…
Es posible que su lectura de las mismas obras sea distinta. Para usted, Paul Auster puede ser otro autor totalmente distinto, tal vez considere que celebra la vida humana (y la canina) y que es un festivo pintor de la sociedad americana.
Pero para mí, el nativo de New Jersey es el pintor de sombras, de personajes que nunca sabemos si lo fueron realmente o no, y que en todo caso, se esfumaron sin mayor rastro. Sus personajes son, en esencia, lo que yo soy y lo que aspiro a ser.
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