En la reflexión del miércoles 29 de marzo de la Crónica de Hoy, que siempre se titula La Esquina y ocupa un pequeño recuadro de la página principal, se escribió lo siguiente, con respecto a los 39 migrantes que murieron en un centro, más bien una cárcel, del Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, el martes 28:
“Si algo no se debe hacer ante una tragedia como la sucedida en Ciudad Juárez es subrayar, en un comunicado burocrático, el carácter de migrantes extranjeros de las víctimas, como si sus vidas valieran menos. Es reflejo de una actitud de ausencia de empatía con el prójimo, de falta del humanismo más elemental. La banalidad del mal, como decía Hannah Arendt”.
Hannah Arendt, filósofa judía alemana, que vivió en Estados Unidos desde 1941, asistió a Israel al juicio, en 1962, de Otto Adolf Eichmann, uno de los principales perpetradores del Holocausto. La envió la famosa revista New Yorker. Casi todos los periódicos del mundo cubrieron el juicio público del famoso nazi. En su libro Eichmann en Jerusalem , Arendt relata lo ocurrido en cada una de las sesiones y analiza a Eichmann como individuo, más allá de su filiación con el nazismo. En su examen del hombre deduce que no poseía un comportamiento antisemita, que simplemente cumplió con su deber, sin estar loco, sólo por ascender en su carrera profesional como cualquier empleado. Fue un burócrata que cumplió ordenes de sus superiores. Actuó bajo las reglas del sistema sin reflexionar en que lo que había hecho durante el nazismo era juntar un cúmulo brutal de crímenes.
Traer a colación “la banalidad del mal” es necesario siempre, en todos lados del mundo. Pensemos en los siniestros “shootings” en Estados Unidos, donde de pronto, uno de los muchos ciudadanos armados, pierde la razón y se lanza a disparar contra quien encuentre. A veces estudian un lugar en específico para ir a matar a diestra y siniestra. Los desaparecidos en México, la búsqueda dolorosa de padres y hermanos por encontrar a los suyos o, después de transcurrido un larguísimo tiempo, de hallar un cuerpo, los restos aunque sea, para vivir con dolor, pero acaso sin angustia ya, es un círculo del infierno en el que no pensó el Dante.
Como todos sabemos 39 o 40 migrantes hombres, destinados a malvivir en supuestos albergues, que en realidad resultan prisiones rascuaches, quemaron sus colchonetas para que se les hiciera caso y les dieran agua para beber. Ahora responsabilizan a los agentes federales y de migración, amén de los privados por las muertes de los migrantes.
Según Rosa Icela Rodríguez, secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana, los servidores de migración no se apegaron a los protocolos. Me pregunto qué protocolo puede seguirse cuando un lugar con gente se incendia si no es el de abrir de inmediato las puertas y dejar salir a quienes desesperados quieren hacerlo. Justo eso fue lo que no se hizo, como si aquellos migrantes hubiesen sido cosas y no seres humanos.
La tragedia pone de manifiesto el trato despiadado a los centroamericanos, haitianos, mexicanos etcétera que huyen de la violencia o de la pobreza en sus países e inician el éxodo hacia el sueño americano, es decir, Estados Unidos. En las negociaciones entre México y la tierra del Tío Sam, nuestro país es el traspatio de los estadounidenses. En la frontera con Gringolandia se detiene a los pobres que migran, se les maltrata y se les regresa a su casa o a donde sea que no molesten, que no pidan trabajo o limosna porque no hay empleos. El presidente López Obrador despotrica contra sus vecinos del Norte, habla como el más peleonero del barrio, pero, como dijo, el abominable Donald Trump, “se dobla” cuando se lo ordenan.
En la Mañanera de este miércoles se refirió al senador republicano Lindsey Graham que calificó a México como un narcoestado. El republicano también se ha empeñado en considerar a los narcos como terroristas. Ha dicho que Estados Unidos debería trabajar junto con México para liberar a la nación azteca de los cárteles de la droga. AMLO, en lugar de explicar a cabalidad la tragedia de Ciudad Juárez, ejerció su porrismo palabrero y, de repente, “oh, sorpresa”, habló nada menos que del gran escritor británico Henry Graham Greene, el autor de El poder y la gloria y de unos Graham que vivían en Tabasco.
Entretanto, se echaron la bolita de la culpa Adán Augusto López de la Secretaría de Gobernación y Marcelo Ebrard, secretario de Relaciones Exteriores. Finalmente, ante la poca capacidad y actuación del Instituto Nacional de Migración, el incendio en el que murieron los migrantes pasó a Rosa Isela Rodríguez de la Secretaría de Seguridad Pública Federal y a quien AMLO le acaricia la cabeza como si fuera perro.
El caso de los migrantes muertos en las nada agradables estaciones migratorias, cárceles como las llama la Iglesia Católica, se ha convertido en una desdicha para los allegados a los que murieron y en un asunto de vital importancia para los Derechos Humanos. Antonio Guterres, el secretario general de Naciones Unidas, ha pedido “que se lleve a cabo una investigación exhaustiva de este trágico suceso”. Hasta ahora, todo lo que se ha dicho en México revela muy poco. ¿Quién tuvo la culpa? Migración, claro, y el señor presidente, obsesionado con el poder y la gloria, con sus discursos matutinos, sus mega proyectos y las próximas elecciones del 2024, en la que, a toda costa, deberá quedar el o la que él imponga, pasa por alto asuntos de primera orden como la vida.
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