Opinión
Guillermo Puente Ordorica

Botella al mar

Cuando la gente nos guardamos al inicio de la pandemia atestiguamos en medio de la incertidumbre un renovado regreso de la naturaleza, de las aves y los animales, incluso en las urbes. Junto con ello también florecieron las esperanzas de buscar un regreso a la normalidad de otra manera, una vez superada la pandemia; de menor conflictividad, de mayor comprensión y en general de mejores condiciones de convivencia entre individuos y sociedades, entre otras nobles aspiraciones. Frente a la propagación acelerada del virus, pudimos percatarnos de la fragilidad de buena parte de los entramados políticos, económicos y sociales que sostienen al mundo y a los países en general, de la desigualdad, la marginación y la pobreza que los permea mayoritariamente y el contraste que ello implica frente a la concentración de privilegios en muy pocas manos en las sociedades en lo individual, pero también en el sistema internacional en su conjunto. Fue muy claro observar que la enorme riqueza producida durante décadas se concentró en unas pocas manos frente a la aún más abundante producción de desigualdades y miseria que ha alcanzado a amplias capas de la sociedad a todo lo largo y ancho del mundo.

Es cierto que con la misma agresividad con la que se propagó el coronavirus también el miedo y la ignorancia se apresuraron a ser globales, a veces alentadas por voces interesadas. No obstante, por todos lados escuchamos hablar de la normalidad perdida y de las ganas de recuperarla.

En columnas pasadas sobre el tema, sugerimos que la pandemia de Covid19 y la crisis sanitaria internacional que también desató otras crisis políticas y económicas, hizo evidente los alcances de una globalidad que hizo navegar la interdependencia entre las naciones como si se tratara de barcos a la deriva en una carrera frenética por ver quien llegaba a puerto -al inventar y producir vacunas- sin importar las razones que llevaron a esa deriva. Cabe insistir en que las crisis política, económica y social que han catapultado y subrayado por su parte la crisis sanitaria, tienen raíces profundas que el SARS-CoV-2 ha venido a contraponer de una manera extraordinaria, pues en el fondo se trata de realidades antagónicas en todo el mundo, más allá de la mera gestión exitosa o no de la pandemia y de las campañas de vacunación limitadas a ciertos países, esto es: los privilegios versus las desigualdades.

EFE

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Es cierto también que la invención de las vacunas contra el coronavirus ha renovado el valor de la ciencia y el conocimiento, si bien decepciona el ritmo y la escala de la solidaridad para incorporar a todas las personas de todos los países, sobre todo de los más desvalidos, en la vacunación. Otra historia es desde luego la aparición de las variantes del coronavirus y del miedo a las vacunas que han retrasado los esfuerzos de inoculación. En varios países y regiones se registran avances significativos en el control de la epidemia, al menos en sus efectos más severos, pero el regreso a la denominada nueva normalidad tiene pocas sorpresas agradables todavía y está lejos de animar las ilusiones de construir un mundo mejor. En materia sanitaria, no está demás mencionar que si el objetivo en realidad, para la erradicación del virus, es alcanzar la llamada inmunidad de rebaño, y no solamente el beneficio económico de quienes las producen y las controlan, se está lejos de lograrlo, desde que en marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud decidió caracterizar a la Covid19 como una pandemia.

En su poema Botella al mar, el gran poeta uruguayo Mario Benedetti invita a usar la imaginación y cabe pensar en que, como cualquier náufrago que lanza un mensaje al mar, la botella va llena de esperanza con un llamado de rescate. A casi dos años de la aparición del virus más global de la historia humana, sería deseable que esa botella “…llegue a una playa casi desierta/y un niño la encuentre y la destape/y en lugar de versos extraiga piedritas/y socorros y alertas y caracoles.”