Qué nostalgia de una época que no volverá y que pena que los jóvenes de ahora nunca la conocerán. Cuando era adolescente y en la juventud temprana, comprar un LP era toda una aventura. Como no tenía recursos para comprar varios, había que escoger con mucho cuidado el que ibas a comprar en esa oportunidad.
Los de música clásica eran mayoritariamente importados y, por tanto, más caros. Ahí estaban en las tiendas de discos esperándote. Marcas como Decca, Phillips, Deutsche Grammophon, Telarc y otras. Los de DG con su clásica marquesina amarilla y usualmente con fotografías muy buenas de los directores, solistas o algún cuadro o dibujo.
Un ejemplo es la fotografía de Claudio Abbado sentado en una butaca de la sala de conciertos con la partitura de la quinta de Mahler abierta, en la que está aparentemente haciendo anotaciones y que fue utilizada recientemente en la película Tár, en la que Cate Blanchett sale idéntica en una escena.
Tenían un olor especial. Todavía tengo todos esos LPs y es increíble que siguen teniendo ese aroma, de un plástico particular que no sé describir, pero que si el lector lo percibió me entenderá a cabalidad. Llegabas a casa con tu disco nuevo y lo abrías con devoción.
La mayoría traía adentro una recopilación de discos del director. Los de Karl Böhm o Leonard Bernstein. Hasta los de Karajan se veían bien, a pesar de su cara de pocos amigos. Veías ese cuadernillo de propaganda y querías tenerlos todos.
El LP que habías comprado lo sacabas, con el mismo cuidado con el que cargas a un neonato. Lo ponías en el tornamesa y empezaba la magia. Había tanta emoción alrededor de cada disco comprado que, después de escucharlos cuatro o cinco veces, ya te sabías la obra a tal grado que podías recordarla y reconocer cada uno de los movimientos.
Así fue como me aprendí de memoria muchas sinfonías y conciertos para diversos instrumentos. Con frecuencia, la primera vez que ponía el LP lo grababa en un cassette para tener la primera reproducción protegida.
Algunos discos los comprabas sin conocer la obra o al autor, porque alguien te había comentado al respecto o porque te llamaba mucho la atención la portada y te latía que podría estar bien. Así fue como conocí obras como la quinta sinfonía de Shostakóvich o el Réquiem de Fauré.
Recuerdo con claridad como me voló la mente la primera vez que puse el LP de la quinta sinfonía de Dimitri. Se abrió un mundo nuevo. Y recuerdo también los lagrimones que me salieron la primera vez que puse el LP del Réquiem. En ambos casos era la primera vez que escuchaba una obra de un autor que me era desconocido.
Después vino la época de los discos compactos, CDs. Nos convencieron de que su sonido era superior, pero qué bueno que guardé todos mis LPs. Cuando terminaba la residencia, por ahí de 1990, compré mis primeros CDs, aun sin tener el equipo para reproducirlos.
Fueron la consagración de la primavera de Stravinsky con Leonard Bernstein y la filarmónica de Israel y la novena de Beethoven con Karl Böhm y la filarmónica de Viena, esa versión en la que Plácido Domingo es el tenor. Cuando llegué como estudiante a Boston en el 90, una sorpresa fue que en las tiendas de discos ya no había LPs. Puros CDs.
No tenía ni tres meses en Boston cuando descubrí Tower Records en la esquina de Newbury Street y Massachusetts Avenue. Que tienda de discos tan impresionante. Qué lástima que desaparecieran, igual que sucedió con las librerías.
En Boston había librerías enormes de cuatro, cinco pisos. Barnes and Noble, por ejemplo. Podías pasar toda una tarde ahí adentro. Alrededor del casco principal de Harvard había tantas librerías que hasta existían mapas para localizar la que fuera de tu interés, según la especialización de cada una por tema. La del COOP era la más emblemática.
Enorme, super surtida y te dejaban leer cualquier libro que quisieras, así qué, si no tenías para comprarlo, todo lo que tenías que hacer era ir a leerlo a la librería. La del COOP que estaba en Harvard Medical tenía una colección de libros de medicina impresionante. Regreso a los discos. Tower Records para mí era como una juguetería a los niños o una frutería a los changos.
Como era fellow no me alcanzaba para comprar más que un disco a la quincena o algo así. Había que escogerlo muy bien. Cómo me daban envidia esos señores mayores, con el pelo blanco y cara de Bostoneanos, que llegaban a la caja con 10 o más CDs y salían con sendas bolsas.
El tercer piso era de pura música clásica. Solo el estand de Mozart contenía más CDs que el total de CDs de cualquier tienda en México. Mi linda esposa se llevaba a los niños por un helado para darme tiempo de escoger con calma el CD que compraría ese día. Mis amigos melómanos recuerdan las mismas experiencias con mucho cariño.
Esto se ha perdido. Se lo llevó el internet. Cuando llegué a la edad de esos señores grandes de pelo blanco que compraban varios CDs, ya no había tiendas de CDs. Hoy encuentras casi la obra que quieras en alguna de las diversas plataformas en línea.
El maravilloso disco que acaba de salir con las variaciones Goldberg tocadas por Víkingur Ólafsson llegó a mi celular el mismo día que salió. Me encanta escucharlo. Pero, con la facilidad e inmediatez, se perdió mucho de la emoción y ahora me cuesta trabajo memorizar las nuevas obras que escucho.
Era tan intenso lo que ocurría con un LP que te ayudaba a recordar cada acorde. Hoy, cuesta tan poco trabajo conseguir el disco de interés, que ya no se disfruta con la misma intensidad. Me temo que lo mismo pasa con las vivencias.
Ahora todo es tan rápido que no nos da tiempo de disfrutarlo. En vez de fijarnos bien y guardarlo en nuestra memoria, preferimos poner menos atención y grabarlo en nuestro celular. Dr. Gerardo Gamba Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán e Instituto de Investigaciones Biomédicas, UNAM
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