Un rutilante y muy avezado asesor cercano a López Obrador, me llamó ayer para celebrar la gran movilización desarrollada el domingo pasado en decenas de plazas del país y especialmente en el Zócalo de la Ciudad de México. “Hay que verlo como un gran despliegue de energía cívica en el país” me dijo y agregó “es una demostración de lo vibrante de nuestra democracia”. Agradecí el gesto, concordé con el pero agregué a mi vez: es también la reacción alarmada de una ciudadanía que ha comprendido que esa -su- democracia está en riesgo, amenazada por las políticas autoritarias del gobierno en curso y por las iniciativas extremas que, recientemente, ha enviado el presidente López Obrador.
Lo que quiero decir es que detrás del espíritu cívico, del tono festivo y alegre de sus consignas y de la ejemplar conducta de cientos de miles de personas, latía también una aciaga inquietud política que me parece, moduló la frecuencia con la que aquellos cientos de miles de personas conectaron hacia el discurso de Lorenzo Córdova.
La mortificación flotaba en el ambiente y por eso en decenas de ocasiones, el orador debía hacer pausa para escuchar la respuesta del público, los gritos y los aplausos que hacían eco de aquellas palabras bien articuladas.
Varios observadores han subrayado que el discurso de Córdova, es una pieza bien hecha en sus argumentos y en sus conceptos; que no cayó en la tentación de la tribuna simplona y que no renunció a explicar detalladamente y sin prisas, el significado de la democracia en México, su historia y lo que la intentona del presidente de la república busca con sus tres dardos mas envenenados: eliminar los diputados de representación proporcional y los senadores de primera minoría; que la autoridad electoral responda a una sola fuerza política y capturar -vía votación general- al poder judicial y a la Suprema Corte de Justicia. Un cóctel que -ya se ha dicho- quiere que los poderes queden dirigidos por un solo poder: el del presidente.
La complejidad de la coyuntura y su explicación, no impidió que el orador conectara con el público y en un acto poco frecuente en nuestra vida política, el público mismo agradecía con aplausos, el esfuerzo pedagógico.
Fueron decenas de intervalos así, pero los más significativos radicaron allí y donde se explicaba una de las verdades más esenciales: no es admisible que intentes demoler por completo las reglas que permitieron tu propio acceso al poder; tienes que volver a competir en ese marco, por decoro, por equidad y por mínima lealtad democrática (la metáfora de la escalera). Hay que cuidar las normas de la democracia, de los apetitos de sus principales beneficiarios.
El discurso (aquí puede verse https://bit.ly/48oNPTu) desmenuzó el sentido de la enorme movilización, y los movilizados lo comprendieron y asumieron: se trata de que las elecciones no sean intervenidas por el gobierno y sus reglas esenciales sean respetadas; se trata de que las instituciones que cuidan nuestros derechos no sean capturadas, desfiguradas, destruidas ni desaparecidas (jueces, tribunales, institutos, comisiones) y se trata de mantener la división de poderes que señala la Constitución. Mensajes que calaron y que fueron asimilados mediante esa conexión preocupada entre el discurso y el entusiasmo participativo.
Y por supuesto, cuando Córdova advertía: “vamos a salir a las calles, vamos decir no a la destrucción o la captura de nuestra democracia”, todos asentían confirmando su disposición a volver a llenar las plazas y mostrar su desacuerdo con el presidente, “cuantas veces fuese necesario”.
De modo que sí: el domingo volvió a exhibir las energías participativas de la nación, pero también, la conciencia masiva de la gravedad del momento, de que nunca en el México moderno habían estado tan amenazadas las libertadas, las elecciones limpias y la constitución como en este final de sexenio.
Mi fotografía es esa: el escenario de un nuevo forcejeo entre los resortes del autoritarismo oficial y la pulsión de la democracia mexicana.
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