Opinión
Guillermo Puente Ordorica

Cortarse la coleta

De acuerdo con el Diccionario de la Tauromaquia la coleta “es una trenza o mechón largo de cabello en la parte posterior de la cabeza, sujeto desde el cogote con una cinta y que cae sobre la espalda. Antiguamente los toreros la usaban como distintivo de su profesión.” De manera que cuando “un torero se corta la coleta equivale a dejar su oficio.” De ahí la célebre frase utilizada para referirse a una persona cuando se retira de su actividad. (Ortíz Blanco, Marcelino, Diccionario de la Tauromaquía, 1995, Espasa, Madrid). 

Probablemente el momento más difícil en la carrera de un gran torero -seguramente para cualquier torero o figura pública- sea la de elegir el momento adecuado para retirarse, por lo demás un momento que nunca llega, sobre todo cuando se trata de una persona famosa y bien amada. Aquel torero que lo ha logrado, los menos, han pasado a la historia como leyendas de la tauromaquia, dejando su obra y legado para la posteridad, los más, los que han intentado regresos espectaculares han acabado en fracasos y en más de un caso de manera decepcionante y bochornosa.

La metáfora viene al cuento con el retiro de la política nacional del ahora ex presidente Andrés Manuel López Obrador y su prometido silencio y alejamiento de la vida pública, lo cual algunas voces sonoras se niegan a creer, particularmente las de sus críticos y malquerientes. Sostienen que se trata de una especie de mascarada para seguir ejerciendo el poder tras bambalinas al estilo de un “maximato”-también por cierto, un experimento fallido a la postre de Calles, la figura del caudillo dominante de la postrevolución y fundador del partido oficial- a través de la persona de la ahora presidenta constitucional del país. 

El expresidente Andrés Manuel López Obrador y la presidenta Claudia Sheinbaum

El expresidente Andrés Manuel López Obrador y la presidenta Claudia Sheinbaum

EFE

Entre otros argumentos se ha utilizado casi hasta el cansancio, la sugerencia de que la transición de gobierno operada entre ambos da cuenta de ello, pues no existe una ruptura real de la presidenta con su “padrino político”. No ha sido suficiente que el propio ex presidente haya repetido hasta el cansancio su voluntad y firme propósito de retirarse a escribir a la vida privada.

Si bien es cierto que los políticos no son arcángeles y que en política pocas cosas pueden darse por descartadas, dichos planteamientos no sólo desdeñan las trayectorias profesionales y políticas de ambos personajes, sino que parecen desconocer, a propósito, que los dos forman parte integral y sustantiva de un proyecto histórico forjado desde que fueron oposición, independientemente de sus estilos y biografías personales, y que más adelante sus planteamientos y propuestas fueron consistentemente promovidas en sus campañas políticas que los llevaron a ganar la presidencia de la república (siendo por cierto los dos políticos con más amplia legitimidad democrática derivada de las urnas) y después ya en ejercicio de la presidencia.

Probablemente más importante aún, es que pareciera tratarse de una omisión intencionada de entendimiento de la historia política del país, o de plano de su desconocimiento, ante la sólida evidencia de cómo funcionó el sistema político mexicano con la creación del partido oficial en 1929 y hasta fechas muy recientes.

Sin poder ser exhaustivos ante ante la falta de espacio en esta columna, recordar que como regla no escrita de la sucesión presidencial, el presidente en turno gobernó durante seis años con el único límite impuesto por la no reelección, el único principio más poderoso que las ambiciones de poder personales, incluso para aquellos que intentaron modificarlo en su beneficio personal en atención a sus ambiciones individuales como en el salinato en las últimas décadas del siglo XX. 

Esos casi todopoderosos mandatarios tuvieron en el último resquicio de su poder sexenal la facultad de elegir a su sucesor, presuntamente valorando las condiciones políticas, económicas y sociales imperantes en el país y en el exterior, y consultando a los grupos de poder.

Cuando salía humo blanco del despacho presidencial, la decisión solía caer en supuestos fieles servidores, que aseguraban sino la continuidad del proyecto emprendido por el presidente, al menos la lealtad de cuidar su legado. No obstante, la pauta imperante -y alentada- es que el presidente electo tenía que romper con su antecesor y marcar su independencia. Ello, más que un ejercicio de autonomía obedecía a la naturaleza autoritaria del sistema político que hacía necesario ganar la legitimidad para el ejercicio de poder, la cual desde luego, no se obtenía mediante el voto ciudadano, sino de concitar el respaldo de los factores de poder públicos y privados.

Por lo tanto, era imprescindible distanciarse del antecesor, a quien apenas antes se había servido con disciplina, para erigir un propio proyecto y afianzar la figura de quien tomaría el timón para conducir la nave. Los rompimientos fueron frecuentes y en no contadas ocasiones violentos. Cosa de recordar nuevamente el salinato, el zedillato, el foxiato y el calderonato, entre otros, para ilustrar esos rompimientos acres, que en no pocas ocasiones significaron también crisis económicas y financieras, devaluaciones y conflictos políticos y sociales.

En democracias con mayor tiempo de decantación que la nuestra, todavía en proceso de consolidación podría decirse, los candidatos de los partidos suelen ser elegidos en comicios internos, en lo que se llaman elecciones primarias, de manera que los candidatos ganadores llegan a la contienda general con una legitimidad interna previa, de la que siempre adolecieron los candidatos postulados en largo periodo de la llamada “dictadura perfecta” y posteriormente durante la denominada transición política por la que el PRI cedió el poder al PAN y viceversa.

En el caso que nos ocupa, y sin negar que es un proceso que debe pulirse, reglamentarse y perfeccionarse, los candidatos presidenciales de la izquierda que empezó a gobernar el país en 2018 y que ahora continúa en 2024, son producto de encuestas internas en competencia intrapartidista abierta. Puede argumentarse que Sheinbaum era la favorita de AMLO, pero aún así debió someterse a un ejercicio de demoscopia similar a unas primarias.

Es una coincidencia afortunada que la presidenta porte una coleta ahora célebre y distintiva de su imagen pública.