Opinión

Criminales aclamados, Estado fallido

Apostados en los flancos de la Carretera Panamericana, centenares de habitantes de San Gregorio Chamic vitorearon el sábado 23 por la mañana a un convoy de Cártel de Sinaloa. Los sicarios habían abierto ese tramo, que conduce a La Trinitaria y estuvo bloqueado durante trece días.

El bloqueo paralizó la vida en San Gregorio y otros poblados de Frontera Comalapa, muy cerca de Guatemala. Según versiones publicadas en muros de Facebook por habitantes de la zona, el tránsito era obstaculizado por miembros del Cártel Jalisco Nueva Generación. La actuación del Cártel sinaloense despejó el tránsito para beneplácito de muchas personas. El paso de los narcotraficantes, a bordo de más de 20 camionetas con torretas blindadas y armas largas, fue saludado con gritos como “¡Puro Sinaloa!” “Pura gente del Mayo [Zambada]!” y “¡Vamos con todo!”. Los delincuentes respondían “¡Vamos Comalapa!”. Llevaban pasamontañas y chalecos antibalas. Tales escenas, que confirman el repliegue —y el fracaso— del Estado mexicano en esa zona, circularon todo el fin de semana para vergüenza del gobierno federal.

La región fronteriza con Guatemala es zona de disputa entre ambos cárteles. Los habitantes de Frontera Comalapa hablan de frecuentes secuestros y extorsiones. El 7 de septiembre fue secuestrada, y luego asesinada, la profesora Berni Flor, del Colegio de Bachilleres en Amatenango de la Frontera. Una versión indica que los bloqueos en la carretera fueron en protesta por ese crimen, pero otras los atribuyen a presiones de los narcos. El sábado pasado, el Cártel Jalisco anunció una “limpia” y aparecieron cuatro personas asesinadas.

La zozobra ante el predominio de esos grupos ha persistido durante dos años, pero el bloqueo intensificó la desesperación en Frontera Comalapa. Los víveres y combustibles escasearon y en algunos poblados no había energía eléctrica ni servicio telefónico.

Toda esa región, al sur de Chiapas, se encuentra agobiada por el narcotráfico y desamparada por el Estado. La semana pasada circuló profusamente un llamado de emergencia, dirigido al presidente López Obrador y al gobernador Rutilio Escandón, en donde se denunciaba a elementos del Ejército, destacados en esa zona, de respaldar a grupos de narcos y de haber “creado una ola de violencia e inestabilidad social en toda nuestra región, con el objetivo claro de trabajar a favor del cartel Jalisco Nueva Generación”.

El 15 de septiembre el alcalde de Frontera Comalapa, Alejandro Mérida, por temor a los delincuentes dio el Grito dentro de sus oficinas, delante de una veintena de empleados municipales y en medio de escritorios y archiveros. El 21 de septiembre, 200 niños marcharon en Comitán para pedir que haya paz; debido a la inseguridad, las clases están suspendidas. En Motozintla, el jueves cerró la conocida tienda Aurrerá debido a la falta de víveres.

La violencia en Frontera Comalapa, que alcanza a municipios como Chicomuselo, condujo al obispo de San Cristóbal, Rodrigo Aguilar Martínez, a difundir un comunicado urgente la noche del sábado 23 de septiembre. Allí se dice: “Los grupos delincuenciales se han apoderado de nuestro territorio y nos encontramos en estado de sitio, bajo psicosis social con narco bloqueos, que usan como barrera humana a la sociedad civil”.

El obispo señala, entre otros abusos contra la gente en Chiapas, la entrega de servicios básicos con criterios de “manipulación política”, despojo de bienes, desabasto de alimentos, reclutamientos forzados, saqueo, extracción y explotación minera, cobros por “derecho de piso” y “de paso”, personas armadas en comunidades y pueblos.

Se trata de una crisis de seguridad, y por lo tanto política, que la Diócesis de San Cristóbal describe sin ambages: “el silencio de las autoridades pone en riesgo la integridad humana y nos demuestra un estado fallido y rebasado y/o coludido con los grupos delincuenciales, desde los fiscales municipales y regionales, presidentes municipales, el gobierno del estado y federal”.

En marzo pasado el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas publicó un informe de 130 páginas cuyo título es, por sí solo, un contundente diagnóstico: Chiapas, un desastre. Entre la violencia criminal y la complicidad del Estado. Allí se describe la desarticulación institucional, la connivencia de funcionarios y corporaciones del Estado con la delincuencia, así como la violencia armada que intimida y fragmenta a las comunidades. Ese documento advierte: ”La violencia es un mecanismo de terror utilizado contra la población. También es un campo fértil para el control económico a través de negocios legales e ilegales en un marco de complicidad y aquiescencia de las autoridades en todos los niveles”. La violencia, explica el informe, busca controlar a las comunidades y propicia “la creación de nuevas organizaciones que cooptan a las ya existentes a través de la alineación de sus objetivos, y el ofrecimiento de ‘seguridad’ para sus actividades”.

En Frontera Comalapa, ante la inacción del Estado, la gente se ve forzada a elegir entre los delincuentes aparentemente menos malos. Los habitantes de esas zonas en Chiapas, igual que en otros rumbos del país, son rehenes del narcotráfico y de la inutilidad de los mecanismos del Estado para garantizar su seguridad.

La pobreza y la violencia crecen en todo México. En Chiapas, una y otra se conjugan en una situación límite. El gobierno del estado, y el gobierno federal, se desentienden de sus responsabilidades para enfrentar a la delincuencia. Los vítores en Frontera Comalapa a un grupo de sicarios que aparentemente libra a esa población del yugo de otros delincuentes, son testimonio del fracaso de las instituciones y la ley pero, muy especialmente, del gobierno. No hay disculpa posible ante la negligencia que ha permitido la expansión de los cárteles criminales.

En los muros de Facebook de personas que viven en Frontera Comalapa, hasta hace pocos días había docenas de ruegos al presidente López Obrador para que atajara la expansión del crimen organizado. Desde el sábado, junto con las numerosas reproducciones de las aclamaciones a la caravana de sicarios del Cártel de Sinaloa, se leen comentarios que reprochan, con sarcasmo, la inutilidad de querer enfrentar a los delincuentes con “abrazos, no balazos”.

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