Una crisis de representación aqueja a la democracia mexicana y frente a ella los ciudadanos reaccionan como nuevos actores relevantes en el escenario político. Desde las multitudinarias manifestaciones realizadas recientemente en defensa del Instituto Nacional Electoral, hasta las fuertes expresiones de rechazo ciudadano a los intentos de la partidocracia por mutilar las atribuciones de control sobre el sistema de partidos ejercidas por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, quedó claro que la ciudadanía se está constituyendo como una fuerza política transformadora de la sociedad. Por medio de su acción –aún inorgánica- los ciudadanos adquieren mayor conciencia de su influencia sobre los actuales procesos políticos. La ciudadanía se proyecta así como una relación entre las personas y el orden político, al tiempo que establece un vínculo fundamental entre expectativas y pretensiones, entre derechos y obligaciones, entre modalidades de pertenencia y criterios de diferenciación. La ciudadanía se consolida como el cemento político de la sociedad.
La idea de que la democracia es representación y representatividad se ha debilitado al máximo. Históricamente los partidos desempeñaron funciones de integración política y de fomento a la participación de los diferentes grupos sociales. Ahora este cometido aparece en declive expresando una crisis de los partidos y, al mismo tiempo, una disfunción organizativa que afecta a la representación. Expone el debilitamiento y la transformación de los vínculos entre los electores y aquellas instituciones que, según Giovanni Sartori, deberían ser su proyección representativa. Otro aspecto de esta crisis se refiere a los cambios que se observan en las modalidades de la competencia y colaboración entre los partidos. La formación de una coalición opositora para las elecciones presidenciales de 2024, plantea la reconfiguración de las relaciones de fuerza al interior del sistema de partidos y, al mismo tiempo, se ve obligada a valorar el nuevo activismo político de los ciudadanos.
La evolución de los derechos de ciudadanía ha seguido un lento pero firme itinerario: los derechos civiles surgen en el siglo XVIII, los derechos políticos en el siglo XIX y los derechos sociales en el siglo XX. Para el siglo XXI se prevé un desarrollo de los derechos colectivos, de la solidaridad y el autogobierno. Se trata de una serie de nuevos derechos orientados a garantizar una cierta calidad de vida a todas las personas, más allá de la libertad individual, de la igualdad política o de la justicia social. Sin duda el camino de los derechos continúa abierto tanto a la consolidación de los ya existentes, como a la superación de las viejas formas de opresión, exclusión y marginación. Para los ciudadanos los derechos son los depositarios de la igualdad y, por lo tanto, también de la justicia. Resulta evidente entonces que los partidos tienen que optar por los ciudadanos en la búsqueda de soluciones efectivas a la actual crisis de la representación política.
Por su parte, los ciudadanos pretenden renovar sus capacidades y acentuar su participación para perseguir los bienes comunes. El creciente sentido de frustración e impotencia frente a los grandes problemas nacionales, coincide con la certeza de que no podrán ser resueltos en el marco del sistema político tradicional. La ciudadanía expresa el moderno «espíritu democrático» y representa un código simbólico para renovar los espacios de la política. Producto del deterioro de nuestra institucionalidad por parte del populismo, se despliega un proceso de desaparición de los “ciudadanos-súbditos”, quienes en el pasado delegaban las decisiones políticas en sus representantes sin controles de ningún tipo. Por ello, actualmente, la contraposición fundamental ya no es entre representantes y representados, sino entre los diferentes tipos alternativos de democracia y, por lo tanto, entre las distintas modalidades de integración política de los ciudadanos.
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