Opinión

La cuerda de oro

El mito de la cuerda de oro se encuentra al inicio del canto VIII de la Ilíada. Tiene que ver con una actitud de soberbia y prepotencia de Zeus en la que hace alarde de su inmenso poder y fuerza que, afirma, está por encima de todos: del resto de los dioses del Olimpo y de los humanos. Zeus, dios de la tierra y los cielos, hace evidente su supremacía divina indiscutible en el Panteón griego con una bravata desafiante.

La ostentación de su poder absoluto se da en un momento de la Guerra de Troya en dónde las batallas entre griegos y troyanos se habían intensificado, y justo antes del duelo más importante y definitorio de la guerra, el combate entre los héroes más diestros en la lucha, reconocidos en ambos bandos: Aquiles y Héctor.

De alguna u otra forma todas las deidades olímpicas se habían involucrado en la guerra, unos apoyando a los aqueos y otros en favor de los troyanos. Algunos ocasionalmente inclinaban su preferencia por una de las partes para posteriormente cambiar de bando, haciendo que el tiempo de la guerra, que alcanzaba ya los diez años, pareciera interminable.

De las tres diosas que disputaron el concurso de belleza en donde el joven Paris, haciendo las veces de juez, escogió con la manzana de la discordia a una de ellas, acto que marcaría el origen de la discordia y la guerra, dos apoyaban a los aqueos y una a los troyanos. Afrodita, la afortunada, respaldaba consecuentemente a Troya de donde era oriundo Paris. Atenea y Hera estaban del lado opuesto.

El dios herrero Hefesto forjaba el escudo y las armas de Aquiles y con ello hacía más fuerte a los griegos. Poseidón igualmente se comprometió decididamente en favor de los aqueos y participó en algunas batallas en contra del pueblo del rey Príamo. Atenea animó y ofreció consejos valiosos para triunfar en la guerra a Agamenón y Menelao. Por el contrario, Apolo, Artemisa y Ares cargaban sus dados del lado opuesto. Incluso Ares, el dios de la guerra, que peleaba del lado de Héctor fue herido por una flecha lanzada por el combatiente griego, Diómedes.

El propio Zeus, que quería aparecer imparcial, deseó en algún momento la derrota de los aqueos, especialmente cuando Tetis, la madre de Aquiles, fue a pedirle de rodillas que, si sus compañeros griegos no reparaban los agravios proferidos a su hijo, hiciera que la fortuna favoreciera a los troyanos.

Uno tras otros los dioses llevaban sus peticiones y reclamos a Zeus, hasta que un día, harto de las presiones, tronó en una reunión del consejo de los dioses a la que había convocado al clarear el alba.

“Oíd, dioses y diosas, a fin de que les diga lo que en mi corazón he resuelto. Y que ninguno de vosotros, varón o hembra, deje de cumplir mi orden, pues habéis de obedecerme para dar fin cuanto antes a mi obra. Como yo sepa que alguno de ustedes ha ido en socorro de los troyanos o de los aqueos, se le castigará afrentosamente cuando vuelva al Olimpo. Y he de cogerle y arrojarle lejos de mí a la más profundo de la tierra, al fondo del negro Tártaro”.

Y luego alardeando de su infinito poder añadió: “De esa forma comprenderán que soy el dios más fuerte y poderoso. Si queréis convenceros de ello, atad una cadena de oro de la cúspide del cielo y sujetados a esa cadena y tirando hacia la tierra, no conseguiríais, a pesar de vuestros esfuerzos, arrastrar a Zeus. Y en cambio, fácilmente tiraría yo de vosotros y de la tierra y del mar, y afianzando de nuevo la cadena a la cúspide del Olimpo, dejaría todo colgado, pues me hallo muy por encima de los dioses y de los hombres”.

Al escuchar estas duras y tiránicas palabras el resto de la asamblea divina permaneció en silencio sin atreverse a contradecirlo.

Hay que recordar que, desde que Zeus y sus aliados derrotaron en una larga guerra al ejército comandado por su padre Cronos, existía un acuerdo en el Olimpo para gobernar el mundo. El acuerdo consistía en que el reinado divino se repartiría en tres poderes principales, aunque todos reconocían que Zeus lo presidiría. Zeus se encargaría de regir en el ámbito del cielo y de la tierra, Poseidón estaría a cargo de los mares y los océanos y Hades reinaría en el inframundo. Otros dioses tenían relativa autonomía para gobernar en parcelas de su competencia: la guerra (Ares), el amor (Afrodita), la agricultura (Deméter), la sabiduría (Atenea), los oficios (Hefesto), el comercio (Hermes).

A pesar de la existencia del gobierno dividido, Zeus tenía una alta propensión a comportarse como un tirano. Paul Lafargue, el destacado dirigente revolucionario y yerno de Karl Marx, en su brillante interpretación del mito de Prometeo recogió, de los textos de Hesíodo y de la propia Ilíada, una serie de citas que demuestran el talante autoritario del dios del trueno, a propósito del terrible castigo que le infligió por haber robado el fuego divino. Aquí sólo algunas de ellas: “Zeus era un amo duro, que no debe rendir cuentas”. “Nadie es independiente, aparte de él”. “Él impone siempre con cólera su inflexible voluntad y domina la raza celeste”. “Él reina sin misericordia según sus propias leyes, e inclina bajo un orgulloso yugo a los dioses de otrora”. “Él solo considera justicia a su voluntad”. “Su corazón es inexorable, pues aquel que ejerce el poder desde hace poco tiempo es duro”.

La figura arquetípica del tirano ha estado presente en todas las épocas y lugares. Si nos ubicamos en el presente y oteamos en nuestro entorno, veremos que no hay nada nuevo bajo el sol, en lo que se refiere a los gobiernos con inclinaciones atrabiliarias y despóticas. Existen personajes que tienen a su cargo el gobierno y ejercen su mandato como si su poder emanara de una cuerda de oro, suspendida en lo más alto; se asumen por encima de las leyes que están obligados a cumplir, colocan sus intereses por arriba de los derechos privados de las personas y su comportamiento desafía las reglas más elementales de la civilidad. Se muestran irascibles y coléricos, amenazan a sus críticos y sólo consideran justo lo que dicta su propia voluntad.  

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