Opinión

El culto a la movilización

En las sociedades democráticas las movilizaciones, marchas y concentraciones masivas proyectan diferentes demandas económicas y sociales, así como distintos requerimientos políticos que la sociedad civil dirige a sus gobernantes. Representan una expresión de la tensión permanente que existe entre los ciudadanos y el poder, entre los representados y sus representantes, es decir, entre quienes toman las decisiones y quienes deben obedecerlas. Es siempre una contraposición entre lo establecido y lo nuevo. En los sistemas abiertos y pluralistas es una interacción pública y colectiva entre los integrantes del espacio ciudadano quienes manifiestan sus disensos, reclamos y demandas a la gestión política institucionalizada. Es una expresión de la contienda política que tiene carácter pacífico y que es capaz de plantear, al mismo tiempo, objetivos transgresivos. La movilización democrática sale a las calles y es innovadora por el tipo de sus reivindicaciones, por los objetivos planteados y por los medios de acción seleccionados.

Por ello, llama la atención la marcha progubernamental que se celebrará el próximo 27 de noviembre, la cual no tiene su origen en la sociedad civil sino que es organizada desde el poder político. Representa un acto de manipulación y propaganda fundamentado en la coerción de los empleados públicos y en el clientelismo derivado de los programas sociales. La movilización inducida a la que convoca López Obrador recuerda mucho a las manifestaciones masivas organizadas por el nazismo y el fascismo. En ambos casos se trataba, al igual que aquí, de amplias movilizaciones con explícitos objetivos de apoyo al régimen. Se configura así la imagen del individuo-masa y de la manifestación obligada como uno de los rituales políticos de la 4T. Será la exaltación del líder que encarna la voluntad general según la cual el individuo solo puede existir activamente cuando todas las personas actúan juntas como un pueblo reunido. De esta forma, la soberanía popular se convierte en una religión política en la que el pueblo se adora así mismo, mientras el líder guía y formaliza ese culto. Para estos participantes lo primordial es el contenido simbólico y la expresión ritual de esa liturgia política.

La unidad entre el pueblo y el líder representa una conciencia nacional recién despertada. La política populista promueve la participación activa de las masas en la mística nacional a través de símbolos, ritos y mitos que pretenden ser la expresión de la voluntad colectiva. Todo sustentado en una retórica que busca la unión del líder con su pueblo proporcionándole mecanismos de control sobre las masas y de manipulación política sobre la turba. En tal contexto, el lopezobradorismo representa un estilo político que busca transformar a la multitud indiferenciada en una nueva fuerza política. La materialización de la voluntad general se proyecta en la acción política envuelta en un drama nacional compartido con el pueblo. La caótica multitud aclamará al líder bueno y sabio como ha ocurrido en otros regímenes autoritarios.

Al igual que en cualquier otro culto tradicional, la propia acción reverencial del grupo importa más que cualquier principio o ideología. La forma litúrgica del populismo se convierte en un rito de masas porque ninguna fe profundamente resentida está dispuesta a un diálogo racional. Lo que se pretende es reactivar las emociones políticas de la masa ante los escenarios electorales por los que transitará nuestro país en 2023 y 2024, y que ya se presumen complicados para el gobierno. Aunque López Obrador, su partido y seguidores carecen de un pensamiento político articulado, de un sistema de ideas o de objetivos programáticos coherentes y explícitos, y a pesar de sus ambigüedades e improvisaciones es posible observar la reactivación de un viejo estilo clientelar con objetivos electorales.

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