La intensa contienda electoral que caracteriza nuestro tiempo ha logrado dividir al universo político en dos bloques contrapuestos e irreconciliables, donde cada grupo se aferra a sus particulares convicciones. Se han desarrollado así concepciones alternativas de la realidad que se presentan básicamente en blanco o en negro, tratando de imponerlas a otros sin admitir la presencia de la rica gama de tonalidades que abarca el gris. Los ciudadanos se encuentran atrapados en medio de esta visión dicotómica del mundo que ha sido producida por la creciente polarización, en cuyos extremos se ubican la mayoría de los actores políticos y sociales contemporáneos. Por esta razón, en México paulatinamente se ha venido configurando -en los hechos- un sistema electoral de bipolarismo asimétrico donde las coaliciones partidistas se colocan en los extremos.
Las fuerzas políticas en confrontación se encuentran tratando de agrupar al mayor número de sus simpatizantes en bloques cerrados y monolíticos en los que priva la autorreferencialidad, el discurso sectario y el oportunismo. De un lado, el oficialismo y sus aliados, y del otro, la coalición opositora. Uno que con total impunidad recurre a todas las posibilidades, artilugios y recursos que brinda el ejercicio del poder para imponer a sus candidatos, mientras que el otro, se presenta con la pretensión de representar y agrupar a una sociedad civil que por su propia naturaleza es pluralista, compleja e independiente. Los miles de ciudadanos mexicanos que recientemente salieron a las calles, para defender a las instituciones electorales o a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, repentinamente se vieron expropiados de su voluntad para aparecer corporativizados en el discurso opositor.
La actual disputa política se presenta atiborrada de certezas revestidas con la fastuosidad del mito del liderazgo y edificadas con la piedra dura del dogmatismo. De tal contraposición derivan aquellas posiciones que solo ven la realidad en términos de una oposición radical entre el aquí y el allá, es decir, entre nosotros y ellos. No pudiendo disolver el nudo ciego que se ha creado, ahora se pretende cortarlo de tajo. Pero justamente para cercenarlo no es necesaria la razón que es el arma de la política, sino que basta la espada. Se privilegia así, una visión antagónica y conflictiva de la realidad al tiempo que desaparecen las concepciones del acuerdo y la cooperación. Lo peor de todo es que no se trata de una confrontación orientada a proponer un paquete de reformas alternativas para México. No es la construcción social del programa político que habrá de guiar la acción de los eventuales triunfadores de las próximas elecciones, tampoco es la plataforma que habrá de impulsar los profundos cambios que urgen a nuestro país. Se trata de un simple abandono de las ideas y propuestas formuladas por los ciudadanos. El desprecio por el enfoque programático quedó claro cuando las dirigencias partidarias relegaron su elaboración a un plano secundario.
De esta manera, los diseños programáticos sobre el futuro de nuestro país se encuentran sometidos al cálculo político del presente. Antes que una confrontación entre personalidades, la política mexicana requiere de una contienda entre distintos proyectos de nación. Resulta necesario rechazar la vieja cultura monolítica, para impulsar una nueva política plural e incluyente. Por ello, frente a la abierta polarización entre buenos y malos, aliados y adversarios, puros e impuros, en una palabra, entre amigos y enemigos, es urgente reivindicar la independencia y el disenso. Sobre todo, por parte de aquella enorme masa de ciudadanos sin partido que se resisten a formar parte de uno u otro bloque político, al considerar que estas visiones bipolares basadas en la fe ciega y la exclusión anulan el espíritu crítico y pluralista de la sociedad democrática.
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