La democracia del caudillo es el título del quinto capítulo del libro de John Keane, Vida y muerte de la democracia, publicado en 2009. El autor hace el repaso histórico del origen y desarrollo del caudillismo en Latinoamérica, lugar que ha sido siempre propicio para su surgimiento. El caudillo nace en el momento mismo de la independencia nacional. Los movimientos independentistas estuvieron impulsados en su origen por las reformas políticas internas en la corona española y tenían una clara inclinación realista, a diferencia de los rebeldes norteamericanos de Filadelfia quienes desde el principio tuvieron un carácter antimonárquico y se oponían directamente al Imperio británico.
Los dirigentes políticos latinoamericanos transitaron hacia la ruptura con la corona, libraron batallas militares contra los ejércitos realistas, declararon la independencia de sus naciones y promulgaron constituciones políticas que pretendían gobiernos electos periódicamente de manera democrática, republicanos, federalistas, con división y equilibrio de poderes. De esta manera, terminaron convergiendo en sus intenciones y aspiraciones con la forma de gobierno que se habían dado los vecinos del norte; incluso, en algunos aspectos las nuevas democracias constitucionales de América Latina fueron más lejos al incluir en sus constituciones, por ejemplo, la abolición de la esclavitud. En el papel lucían como países avanzados en materia democrática, “los cambios constitucionales eran impresionantes”, a pesar de contener restricciones propias de la época.
En la realidad era otra la historia. Pronto aparecieron los “hombres fuertes” -provenientes generalmente de las élites- con enorme apetito de poder, quienes entendieron que, para hacerse del control gubernamental mediante elecciones periódicas, había que cautivar el favor del pueblo para que éste aceptara silenciosamente su liderazgo. La relación del caudillo con el pueblo adquirió así características peculiares. En estas condiciones -señala Keane- la democracia del caudillo no era un oxímoron. “He ahí por qué, de manera desvergonzada y sin abrigar el mínimo temor, podían tomar con una mano, lo que daban con la otra, a menudo en nombre del pueblo. Esta extraña tendencia se perfilaba claramente en lo concerniente a las reglas de votación, que se mantuvieron constantemente vulnerables a las intervenciones venidas de arriba”.
La democracia constitucional escrita en los documentos fundacionales quedaba así desfigurada por la fuerza de una realidad que había sustituido el poder de un monarca que ejercía un control centralizado legitimado por la herencia de la realeza y, en última instancia, por el poder divino, por un cacique político que sustentaba su liderazgo en la forma –muchas de las veces artificiosa- en la que se relacionaba con su pueblo. “La democracia del caudillo era democrática sólo en apariencia”.
El autor se pregunta por las causas que hicieron que estas sociedades derivaran hacia un autoritarismo peculiar en su forma de gobierno. ¿Sería porque en esta parte del mundo no se habían tenido experiencias previas con la democracia representativa; por las formas de concentración de la propiedad, la existencia de mercados débiles y la amplia desigualdad social; porque sus habitantes poco acostumbrados a cuestionar la autoridad -influenciados por el catolicismo- nunca tuvieron un “apetito” genuino por las formas de la democracia?
Keane describe una serie de características propias de los caudillos y enlista a los más representativos de los siglos XIX y XX, desde los mexicanos Antonio López de Santa Anna y Porfirio Díaz, del venezolano José Antonio Páez, el guatemalteco Rafael Carrera, hasta Fidel Castro y Hugo Chávez. Se detiene a observar la forma en que ejerció el poder el argentino Juan Manuel Rosas, el primero de los caudillos en asegurar una larga permanencia en el poder, desde 1829 hasta 1852. El general Rosas reunía una serie de rasgos que resultaban familiares en el despotismo caudillista. No se le podía identificar con una ideología política específica y hacía uso de un útil pragmatismo que le permitía salir al paso de cualquier problema. Sostenía que para gobernar era necesario el uso firme de la fuerza y al mismo tiempo de la persuasión. Mediante el castigo y el perdón desarrolló la habilidad para convertir al transgresor de la ley en su leal seguidor. Se identificaba a sí mismo como un autócrata paternal y exterminador de sabandijas. Rosas se integró al Partido Federalista al que terminó “engullendo” hasta su destrucción en su ascendente carrera. Construyó una red de amigos, parientes, contactos militares, aliados entre oligarcas, comerciantes y gente de todo tipo de intereses, que lo impulsaron en su camino al poder. “Respaldado por un club de militancia política llamado la Sociedad Popular Restauradora, acabó con sus enemigos”. Proscribió a los partidos alternos, sometió a la legislatura y a los jueces, hizo una purga en el ejército para colocar a sus leales, disolvió su guardia personal y creó un nuevo grupo de infantería y artillería. Con la ayuda de la prensa y el clero construyó una imagen de líder fuerte, “un salvador del pueblo, un demagogo que a un tiempo debía ser temido y resultaba adorable”. Decía que, si la opinión pública se manifestaba con libertad, naturalmente se expresaría en su favor y por ello buscaba la unanimidad. Promovía manifestaciones públicas de apoyo a su gobierno e inducía a todo tipo de personas a que hicieran peticiones directamente dirigidas a él; su cumplimiento le aseguraba una sólida y agradecida fidelidad de la gente beneficiada. Otorgaba ventajas y privilegios a sus aliados de la milicia, propietarios y comerciantes. Las elecciones en las que resultaba triunfador -controladas por los suyos- las ganaba por abrumadora mayoría. El general Rosas decía que había aceptado “la investidura de un poder sin límites” porque tenía confianza por haber recibido una especial protección del cielo y en contar con el apoyo patriota del pueblo. La identificación de Juan Manuel Rosas con “el Señor crucificado” hizo que su imagen fuera llevada de iglesia en iglesia para ser adorada y se le llegara a rendir culto como si fuera una deidad. Se le conoció como el déspota rojo porque él vestía siempre un uniforme militar de ese color y sus seguidores recibían instrucciones de vestir siempre el uniforme rosista con el color rojo, el color de las fuerzas de la restauración.
El caudillismo hizo que el camino hacia la democracia constitucional en nuestros países fuera sinuoso y dilatado, con reveses frecuentes que aún la amenazan.
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