Precursor de la política moderna, Maquiavelo le recomendaba al Príncipe que actuase con mesura: “debe ser cauto en el creer y el obrar… proceder con moderación, prudencia y humanidad”. Tales consejos, que han sido válidos por medio milenio, contribuyen a que los gobernantes mantengan el consenso en sus sociedades.
El presidente López Obrador actúa de manera diametralmente contraria a esa fórmula para que haya un gobierno virtuoso. Ni cautela, ni moderación, ni prudencia, forman parte de sus costumbres. El humanismo que proclama, es absolutamente contradictorio con su cotidiana transgresión a los derechos de aquellos a quienes quiere descalificar.
Intolerante y soez, al presidente lo han desquiciado las informaciones sobre presuntas vinculaciones, de personas cercanas a él, con jefes del narcotráfico. El reportaje de The New York Times no aseguró que López Obrador se hubiera beneficiado directamente de esos supuestos tratos, pero él reaccionó con improperios. Lo que dijo ese diario —la nota en la versión impresa apareció el 23 de febrero— fue que: 1) autoridades estadounidenses han investigado versiones de pagos de narcotraficantes a personas cercanas a López Obrador; 2) esas versiones, se dice, surgieron de testigos protegidos cuya identidad no es pública y 3) tales investigaciones fueron suspendidas por consideraciones políticas, para no afectar la relación entre los gobiernos de ambos países.
López Obrador respondió con insultos a ese y otros medios de comunicación y con una amenaza directa a una de los dos periodistas que firman dicha nota. La exhibición del número telefónico de Natalie Kitroeff, jefa de la oficina del NYT en México, no fue una equivocación. Se trató de una intencional e intimidatoria demostración de poder, que no resulta menor si recordamos las frecuentes agresiones a periodistas en nuestro país. Más tarde, el reciente fin de semana, se desató una pueril contienda entre adherentes y malquerientes del presidente para dar a conocer teléfonos de numerosos personajes públicos. De esa manera se intentó trivializar la falta del presidente, aunque él la cometió de manera pública y alevosa.
López Obrador detenta una fuerza mucho mayor que la de cualquier periodista. Cada vez que descalifica a un informador, esparciendo agravios y calumnias, comete un abuso de poder y coloca a esos periodistas en una situación de vulnerabilidad. Además, lejos de esclarecer las informaciones que le incomodan, las publicita con tal de asumir un papel de víctima.
López Obrador sostiene que, a consecuencia de informaciones como la del NYT, “está de por medio la dignidad del presidente de México”. Se podrían recordar, de los seis años recientes, numerosos episodios en los que él mismo ha mermado esa dignidad, desde la sumisión ante Donald Trump hasta la diligencia para saludar a la madre del delincuente más conocido en el país.
Cuando la corresponsal de Univisión, Jésica Zermeño, le dijo que la divulgación del teléfono de la reportera del NYT infringió la legislación que protege los datos personales, el presidente replicó con una frase que ya es emblemática de su desprecio al orden jurídico: “por encima de esa ley está la autoridad moral, la autoridad política”.
Pues no. Todos, incluido el presidente, estamos subordinados a las leyes. Al desacatar la ley, López Obrador incumple el juramento que hizo cuando tomó posesión y describe la lógica autoritaria que lo lleva a creerse encarnación del interés popular.
El presidente se considera agraviado por informaciones periodísticas como la del NYT. En realidad ese diario, y antes otros medios internacionales, no han hecho más que corroborar que el gobierno de Estados Unidos ha investigado la relación, cierta o no, entre grupos del narcotráfico y el entorno de López Obrador. El presidente dice que esa supuesta afrenta en contra suya ofende al pueblo de México, porque cree que él es el pueblo.
Según esa concepción autoritaria el presidente reemplaza al Estado y sus intereses —pretendidamente legitimados por la personificación popular que dice tener— son superiores al orden legal. Se trata de una diáfana auto descripción de López Obrador como líder populista.
En toda democracia, cuando actúan de manera profesional y con libertad, periodistas y medios de comunicación tienen la responsabilidad de indagar y, cuando es necesario, cuestionar al poder. López Obrador no reconoce al periodismo como interlocutor sino como adversario y entorpece su ejercicio. De allí la tensión constante, y creciente, entre el presidente y los periodistas profesionales. Algo similar sucedió en el gobierno de Donald Trump, también populista autoritario, cuando los principales medios, y sus reporteros, desmontaron las mentiras de ese presidente.
En Estados Unidos, las empresas de comunicación respaldaron las decisiones editoriales de sus periodistas ante los embustes de Trump. En congruencia con esa actitud, después de las agresiones verbales de López Obrador contra la periodista del NYT, ese periódico respondió en un comunicado que apoya el trabajo de sus reporteros y que la conducta del presidente mexicano “es una táctica preocupante e inaceptable”. En México, en cambio, la mayor parte de los propietarios de medios de comunicación, sobre todo en televisión, sigue imponiendo coberturas amables que amplifican sin contexto las actividades de López Obrador. Sus dislates y excesos, son minimizados o soslayados.
El abuso de poder del presidente y su gobierno contra el periodismo incluye el uso, de manera facciosa, de medios bajo su control. El Sistema Público de Radiodifusión, que en vez de estar al servicio del Estado funciona como instrumento de propaganda de la presidencia, lanzó una campaña para desacreditar a la periodista del NYT coautora de la nota que tanto enfureció a López Obrador.
Con cada demostración de intolerancia y cólera, el presidente erosiona su propia imagen. Cuando repite que está por encima de la ley, ni siquiera sus fanáticos más fieles tienen argumentos para defenderlo.
El ya recordado Nicolás Maquiavelo, en otras de sus obras, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, explicó que las leyes impiden que los gobernantes se conviertan en tiranos: “un príncipe no refrenado por las leyes será más ingrato, inconstante e imprudente que un pueblo… porque el príncipe que puede hacer lo que quiere es un insensato”. Las leyes nos permiten defendernos de la desbocada insensatez del populismo.
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