Opinión

Cuando el destino nos alcance reloaded

1Tal era el título para su exhibición en México de la película distópica estadounidense de 1973 dirigida por Richard Fleischer, y protagonizada por el gran Charlton Heston. Titulada originalmente en inglés Soylent Green, el nombre para México y el resto de su distribución iberoamericana subtitulada al español resultaba mucho más preciso y desalentador: el destino, en este caso un futuro catastrófico para la humanidad y para el planeta, tarde o temprano terminaría por alcanzarnos.

"Cuando el destino nos alcance"

La película se situaba en el entonces lejano -y hoy ya trascurrido- año de 2022. Nueva York tendría para ese entonces imaginario 40 millones de habitantes y el equilibrio ecológico de todo el planeta habría colapsado a causa de la contaminación, la industrialización desmedida, la sobrepoblación, y el calentamiento global.

Desaparecida casi toda fuente de alimento para los seres humanos, sólo una minoría que detentaba el control político y económico del planeta tenía acceso privilegiado a los vegetales, la carne y otros alimentos frescos. El resto debía nutrirse con dos tipos de galletas -rojas y amarillas- producidas de concentrados de vegetales por la firma global Soylent (digna representante del post capitalismo apocalíptico) o por una nueva galleta color verde de reciente introducción, que según sus fabricantes provenía del plancton marino, pero cuyos ingredientes secretos habrán de ser descubiertos por el detective que encarnaba Charlton Heston: carne humana. Resulta que el mar también se estaba muriendo, y en ese proceso de antropofagia gradual la humanidad terminaría por devorarse a sí misma hasta desaparecer.

La distopía hollywoodense de 1973 devino en un cuadro de costumbres: en el año 2024 la desigualdad galopante, el abismo entre el norte y el sur globales que se ensancha sin freno, la crisis climática, la pobreza extrema, la migración masiva, la guerra, los odios étnicos, religiosos o nacionalistas, la voracidad del desarrollo económico y la sociedad de consumo, nos recuerdan que el destino ya nos alcanzó. El futuro es ahora, aunque la pesadilla tenga otros rostros a los imaginados por Fleischer.

A seis años de que se cumpla el plazo de los 17 objetivos para el desarrollo sostenible que estableció las Naciones Unidas en la Agenda 2030, tras la experiencia de una pandemia y una crisis económica mayor al finalizar la primera década del nuevo siglo, asistimos de la mano del destino no a las bondades del desarrollo sustentable y armónico, sino al amanecer del Antropoceno, única de las edades geológicas del planeta donde el orden natural ha sido alterado por los seres humanos.

2.

Para quienes cruzamos la infancia en la década de los setenta el miedo al fin del mundo estaba muy presente por doble vía: una conflagración con armas nucleares entre las dos superpotencias en disputa, algo que se antojaba a la vuelta de la esquina y tan sencillo como apretar un botón; o bien una catástrofe ecológica, que por entonces parecía casi una especulación científica, y algo mucho menos probable que la destrucción instantánea de la vida en el planeta tras el estallido de centenares de misiles atómicos.

La Guerra Fría prometía un desenlace extremadamente caliente. Películas aterradoras como la estadounidense El día después (Nicholas Meyer, 1983) o la soviética Cartas a un hombre muerto (Konstantín Lopushanski, 1987), deletreaban el Armagedón con muy precarios efectos especiales y nos prometían un callejón sin salida. Vendría la bomba y nos cargaría a todos. Al menos tuvimos el privilegio de asistir en primera fila a los ensayos cinematográficos de la hecatombe con sonido “sensurround”, permanencia voluntaria y palomitas.

Acaso crecimos sin temor a las profecías apocalípticas del apóstol San Juan porque el terror bíblico y sus cuatro jinetes de la muerte tenía menos reciedumbre y resultaban menos amenazantes que los dos jinetes que cabalgaban en las postrimerías del siglo XX: la guerra nuclear y/o la crisis ecológica.

Hasta hace relativamente poco tiempo las evidencias cada vez más alarmantes del riego de una catástrofe mayor a consecuencia del cambio climático habían dominado los miedos colectivos en los años posteriores al fin de la Guerra Fría. Al menos temporalmente, a partir de 1989 la amenaza nuclear parecía disipada, en cambio el calentamiento global -documentado con todo rigor- ha convocado más cumbres mundiales e involucrado a más países, gobiernos y organizaciones de la sociedad civil y la academia -las famosas Conferencia de las Partes (COP) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático- que todas las que se realizaron para frenar la carrera armamentista en la segunda mitad del siglo XX.

La invasión rusa a Ucrania, y antes los desplantes verbales de Trump; la nueva crisis en Medio Oriente, o la aun incierta capacidad nuclear de norcoreanos e israelíes, nos regresaron de pronto a los miedos de hace cuatro décadas. El destino, otra vez, amenaza con alcanzarnos y la frase “tercera guerra mundial” aparece entre lo más buscado en Google en los últimos meses.

3.

Las señales que anuncian el fin del mundo resplandecen como anuncios de neón en el mercado estadounidense del miedo, el país donde 40 por ciento de su población cree que una de las posibles causas de su muerte sería por la caída de un nuevo meteorito como el que provocó la extinción de los dinosaurios, y otro 25 por ciento considera que no es improbable que sus días en la tierra terminen cuando una nave alienígena se tome la molestia de abducirles. La Encuesta Nacional de Hogares sobre Preparación para Desastres reportó en 2023 que el 57 por ciento de los hogares estadounidenses han tomado medidas precautorias ante una posible catástrofe nacional.

También el miedo puede ser una mercancía con altos índices de consumo en la era superior del capitalismo y representa por lo tanto un nuevo y atractivo mercado para hacer negocios. Hace unos días un reportaje del New York Times firmado por Alexander Nazaryan se refirió a la “economía apocalíptica” que crece y florece en los Estados Unidos, ante una población que cada día se convence más que un destino trágico para la humanidad nos pisa los talones.

Fortitude Ranch es una empresa de albergues de supervivencia que cuenta con cinco sedes en Virginia Occidental, Nevada, Wisconsin, Colorado Y Texas. Su creador, el coronel e la fuerza aérea en retiro Drew Miller, concibió este proyecto orientado a la clase media estadounidense dispuesta a pagar una cuota individual de alrededor de 3 mil dólares anuales para tener acceso a sus instalaciones.

Los albergues del coronel Miller disponen de un refugio subterráneo protegido con capas de concreto y conectado por medio de túneles a los conjuntos residenciales donde las paredes están revestidas de latas de atún y comida deshidratada. Cuenta además con un cuarto de armamento que incluye rifles de asalto y ballestas, un detector de radiación, torres de vigilancia, y dispone en otra zona de corrales que albergan gallinas, ovejas y conejos. El plan de sobrevivencia comprende una dieta no inferior a las dos mil calorías diarias a lo largo de un año. Otra empresa del estilo es American Reserves. En este caso, ofrece el suministro de alimentos a domicilio en caso de una catástrofe, a un costo de 2 mil 500 dólares anuales por la membresía.

Hay planes de sobrevivencia mucho más caros para personas con mayores recursos. Vivos xPoint en el estado de Dakota del Sur ofrece bunkers de lujo comprando una membresía por un valor de 55 mil dólares anuales. En el reportaje se menciona también que Mark Zuckerberger, director ejecutivo de Meta, se hizo construir un complejo de sobrevivencia en Hawái de mil 500 metros cuadrados, con capacidad de autogenerar energía y producir alimentos, con un costo de 100 millones de dólares

El miedo es un asunto global o, mejor dicho, es una de las formas en que mejor se expresa el concepto de la globalización. Vivimos en una era de temor. Público y privado, colectivo e individual, planetario. La indefensión ante lo desconocido, o lo que acaso resulta peor, lo conocido, nos define. Ya bien entrados en el siglo XXI grandes y pequeñas catástrofes barruntan en el medio ambiente, en el “miedo ambiente”, como tituló a una estupenda colección de cuento el escritor mexicano Guillermo Samperio.

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