Opinión

Un discurso de Putin

Empezaré esta columna con una larga cita de un discurso reciente de Vladimir Putin. A mi parecer, lo dibuja totalmente. Dibuja, asimismo, varias de las características del nacionalismo del Siglo XXI, que tiene sus parecidos con los que tiñeron de sangre el siglo pasado, pero también sus diferencias.

Recordemos, de entrada, que la “quinta columna” es un término utilizado por primera vez por los franquistas en la guerra civil española, y se refiere a la parte de la población local que, en un conflicto, mantiene, de manera organizada, posiciones favorables al enemigo.

Decía Putin el 16 de marzo:

“Occidente apuesta a una quinta columna. A los traidores nacionales. En los que ganan dinero aquí, pero viven allá. Y no es que vivan allá en el sentido geográfico de la palabra, sino de acuerdo con sus pensamientos, con sus serviles conciencias. De ninguna manera estoy juzgando a los que tienen una casa en Miami o en la Riviera Francesa, que no pueden vivir sin foie-gras, ostras y las susodichas libertades de género. Ese no es el tema, sino que muchas de esas personas, por su naturaleza, están mentalmente allá y no aquí, no están con nuestro pueblo, con Rusia. Eso es, en su opinión, un signo de pertenencia a una casta superior, a una raza superior. Es gente que vendería a su madre para que se les permita sentarse en el pasillo de la casta más alta. Quieren ser como esa casta, imitarla de todas las maneras posibles. Pero se olvidan o no entienden que si son necesitados por esta supuesta casta superior lo son sólo como material reemplazable, que se utiliza para causar el máximo daño a nuestro pueblo.

“Occidente está tratando de dividir a nuestra sociedad, especulando sobre bajas en el combate, sobre las consecuencias socio-económicas de las sanciones, provocando una confrontación civil en Rusia y usando a su quinta columna para lograr sus propósitos. Y sólo tienen un propósito -ya he hablado de ello-: la destrucción de Rusia.

“Pero cualquier pueblo, y más el pueblo ruso, es capaz de distinguir a los verdaderos patriotas de la escoria y los traidores, y sencillamente escupirlos como a un bicho que cayó por accidente en su boca. Escupirlos al suelo. Estoy convencido de que esa natural y necesaria auto purificación de la sociedad sólo servirá para fortalecer a nuestro país, nuestra solidaridad, cohesión y preparación para responder a cualquier desafío”.

De entrada, queda claro que, para el dictador ruso, el enemigo es Occidente, pero no sólo en términos geográficos o ideológicos, sino mentales, culturales. Es el ciudadano local, pero globalizado.

Luego viene un juego de semejanzas: globalización no es igual a democracia liberal o respeto a la diversidad, sino a paté, ostras y lujo. Se fija así, en el discurso, una diferencia con el ciudadano común, que debe rechazar, de todo a todo, los valores de los globalizados: a la democracia liberal junto al foie gras.

Inmediatamente después, una aclaración. No es un asunto de dinero, porque hay ricos comprometidos con el país (con el proyecto del caudillo), sino de lealtades profundas y de cercanía con el pueblo. Es, pues, un tema cultural. Ellos están lejos de ti, el caudillo está cerca.

A continuación, un juego combinado de resentimiento y de valores: aspiran a pertenecer a otra casta y son capaces de vender a su madre en ese empeño y destruir al pueblo verdadero. A su madre física y a la madre-nación. Quieren ser distintos a nosotros. Se sienten diferentes. Son unos vendidos, y lo hacen por migajas de reconocimiento del extranjero. Queda pintado el quintacolumnista en toda su vileza. Habrá que odiarlo.

Lo que sigue es un ataque a la información (ya no a los medios, porque los que no están controlados han sido silenciados). Hablar de bajas en combate o de la mala situación económica es provocar una confrontación civil (con el gobierno y con quienes se rehúsan a escuchar otra cosa que no sea propaganda) y, por lo tanto, servir a los intereses del enemigo. Quien critique el orden de las cosas es un derrotista. O peor, un disfattista, que es el término que usaban los fascistas italianos para describir a quien, desde su punto de vista, se esforzaba en deshacer al país, sembrando dudas acerca de los logros del régimen. Por eso el resultado de la falta de confianza de parte de un sector de la población es, en el discurso de Putin, nada menos que la destrucción de Rusia.

Más tarde viene el golpe final, vulgar y contundente. El pueblo ruso, que es uno y sabio, identifica a la escoria y la escupe como los insectos que son. Se deshace de ellos. Lo maravilloso es que se trata de un proceso de purificación del propio pueblo. La escoria es basura, excremento, impureza que tenía en su seno. Eliminarla es una razón de higiene, y el cuerpo social resulta fortalecido al hacerlo. Por lo tanto, ganará el desafío bélico que tiene enfrente.

No estamos ante un fascismo clásico del siglo pasado, con las implicaciones sobre la jerarquía, el corporativismo o el papel del Partido. Pero sí muy claramente ante un nuevo intento, hasta ahora exitoso, por imponer un régimen conservador, autoritario y unipersonal basado en dos cosas: el discurso de polarización entre el pueblo tradicional al que se debe el líder y las élites internacionalistas que no sienten a su patria; y la búsqueda de la gloria nacional como elemento aglutinante, aunque signifique pérdidas personales de todo tipo: del hijo muerto en Ucrania a la escasez de alimentos o pérdida de ahorros. Jodidos y sin libertades, pero parte de una Patria grande y respetada.

En fin, Putin se dibujó solo y la imagen resulta bastante desagradable, pero hay que aceptar que, a diferencia de otros, lo hizo de una manera bastante articulada.

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