Probablemente lo más recordado de la excelente película de humor negro titulada Doctor Strangelove, del renombrado director Stanley Kubric, en la que actúa el gran comediante Peter Sellers, haciendo tres papeles incluyendo la del doctor que da nombre a la trama, sea la escena en la que el Mayor T.J. “King” Kong jinetea una bomba de hidrógeno hacia su muerte, la cual es dejada caer hacia su objetivo soviético desde un avión B52. Se trata de un viejo filme, clásico dirían los entendidos, rodado en plena época de la guerra fría desde una perspectiva satírica para abordar los temores imperantes sobre los riesgos de una conflagración nuclear entre Estados Unidos y Unión Soviética.
La paridad militar nuclear del momento, claramente condensada en la doctrina de la destrucción mutua asegurada, en un escenario de enfrentamiento y rivalidad entre las dos superpotencias, hacía temer que como resultado de ello o incluso como consecuencia de un error de cálculo de alguna de las partes, diera lugar al resultado funesto de la aniquilación total.
Más de cinco décadas después de la filmación de esa película, la guerra fría ya no existe, o al menos eso suponemos, y una de las dos superpotencias desapareció tras su colapso estrepitoso. Sin embargo, y aunque parece una ironía del humor negro parecido al del Dr. Strangelove, la amenaza nuclear se mantiene en el mundo. No solamente se han sofisticado las armas de destrucción masiva a lo largo de los años, sino que han proliferado los países que poseen armamento de este tipo y existen sospechas fundadas de que más países buscan hacerse de armas nucleares en pleno siglo XXI. La carrera armamentista ha continuado por otros derroteros a pesar de la experiencia acumulada desde la detonación de bombas nucleares sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, que precipitaron la rendición incondicional de Japón en la Segunda Guerra Mundial con un costo humano dramático, en el marco de escenas apocalípticas. El 6 de agosto de 1945 una primera explosión cayó sobre Hiroshima; tres días después la segunda detonación arrasó con Nagasaki.
Si bien no es el único motivo de preocupación, la agresión militar rusa a Ucrania ha puesto sobre la mesa el fantasma de las armas nucleares. En pasadas columnas ya nos hemos referido a ello, así como a las declaraciones de actores políticos de alto nivel en Rusia sobre la posibilidad de que en algún punto del conflicto, ese país se sintiera con la legitimidad de recurrir a estas armas.
En días recientes, los países desarrollados que integran el Grupo de los Siete (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido), reunidos en la tristemente famosa ciudad de Hiroshima, se refirieron a motivos de preocupación en esta materia. Desde su perspectiva, el aumento del arsenal nuclear de China representa una amenaza para la estabilidad mundial. Se estima que ese país cuenta con 350 ojivas nucleares, las cuales podrían aumentar a 1,500 hacia 2035, según cálculos de organizaciones especializadas como el Instituto de la Paz de Estocolmo. No deja de ser paradójico que esta preocupación sea compartida por países participantes que son poseedores de armas nucleares como Estados Unidos, Reino Unido y Francia, también miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, al igual que China y Rusia.
Al margen de contradicciones, lo cierto es que el primer ministro japonés, probablemente el único que puede hablar con conocimiento directo de causa sobre los horrores nucleares, aprovechó la oportunidad para dejar en claro que lo ocurrido en Hiroshima “es el infierno: los sobrevivientes de la bomba… viven con miedo de que suceda otra catástrofe nuclear.” Dijo que por cerca de ocho décadas las armas nucleares no han sido utilizadas, y que no debemos dejar que la actual situación pudiera negar esa historia.
Difícilmente alguien pudiera estar en desacuerdo con esta verdad aplastante.
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