En los últimos días se ha recrudecido la batalla por la reforma judicial, que está en proceso de dictaminación en la Cámara de Diputados, y que los gobiernos, el saliente y el entrante, la impulsan decididamente, al grado que la han convertido en una demostración de fuerza y del sometimiento de los grupos opositores a su proyecto transformador.
Ante la inminente integración de un poder legislativo con una mayoría oficialista suficiente para hacer una modificación constitucional o muy cerca de conseguirla mediante la cooptación de dos senadores de la oposición, el campo de batalla se está moviendo de la arena política a la económica. Los controles democráticos institucionales no tienen la fuerza necesaria para detener el proyecto gubernamental, que busca desintegrar paulatinamente al Poder Judicial Federal y el desmantelamiento de la carrera judicial. Los “mercados” se inquietan y las calificadoras internacionales anuncian incertidumbre para la inversión.
El modelo de administración de justicia de la reforma en debate tiene su claroscuro. Lo rescatable es la separación del Consejo de la influencia directa del presidente de la Suprema Corte y la creación de un tribunal disciplinario, que separa las funciones de gobierno y administración del poder judicial de aquellas que revisan su desempeño y, en su caso, sancionan. Lo muy cuestionable, es el método de elección de los titulares de tribunales y juzgados, que afecta gravemente a la carrera judicial y al proyecto de vida de más de 50 mil personas, que son trabajadores en el poder judicial.
En ese sentido, el debate se concentra en dos aspectos: a) el equilibrio de poderes en una sociedad democrática, en la que el presidencialismo excesivo y la incertidumbre que éste genera afecta las libertades de la sociedad civil y el funcionamiento libre del mercado, y b) la profesionalización de la impartición de justicia, en la medida que relega al mérito como forma de ascender dentro de la jerarquía del poder judicial.
El primero modifica la relación de fuerza entre los poderes, producto de la reforma judicial de 1994 y los gobiernos sin mayoría legislativa de 1997 a 2018, y reconstituye al titular del poder ejecutivo, nuevamente, como en la época del autoritarismo de partido hegemónico, en el fiel de la balanza de la distribución de los privilegios y canonjías, sin que los jueces o legisladores “estorben” su proyecto y su estilo personal de gobernar.
El segundo es la causa del paro de los trabajadores del poder judicial y secundado por la mayoría de los jueces y magistrados. Este movimiento obedece a que más de 50 mil personas creyeron en que el proyecto del Estado mexicano era consolidar un poder judicial independiente, con base en una carrera profesional, que requería sacrificio, estudio y entrega para ascender y mantenerse en la función jurisdiccional. La mayoría de los juzgadores que votó por el paro saben el riesgo personal que corren, las consecuencias jurídicas de su actuar en el margen de la legalidad y los efectos nocivos para la sociedad, pero también lo hacen convencidos, que el cargo que ocupan como oficial judicial, actuario, secretario, juez o magistrado, lo obtuvieron por sus méritos y no fue una concesión gratuita del poderoso en turno o de una mayoría política coyuntural. Reclaman que no es justo que la investidura judicial se rife en una tómbola.
Un frente de batalla es la defensa de la democracia. Es un debate abstracto en el que los gobiernos confrontan a una oposición derrotada y desorganizada, a las organizaciones empresariales (no apoyadas públicamente por los más ricos que señala la Revista Forbes) y, ahora, al gobierno de los Estados Unidos, según se desprende del rechazo de la elección de jueces en México, por el embajador Ken Salazar. El pueblo, la mayoría de los mexicanos, son ajenos a este debate y realmente no les interesa el destino del poder judicial tan lejano para ellos, al que sólo acuden excepcionalmente.
El otro frente de batalla es porque se mantenga la carrera judicial, que es mejorable, pero indispensable para garantizar la independencia, objetividad, imparcialidad, profesionalismo y excelencia en la administración de justicia. En este campo de hostilidades los gobiernos deben lidiar con una rebelión de magistrados, jueces y trabajadores, que decidieron detener sus labores en rechazo a la reforma judicial y en defensa de proyectos de vida legítimos y honorables.
En ambos frentes, los gobiernos llevan la ventaja y la intensión de continuar hasta el final. ¿Será suficiente el rechazo en la opinión pública, la inestabilidad del peso y la bolsa de valores, las declaraciones de los líderes empresariales, la postura del embajador norteamericano y el paro del poder judicial? Toda parece indicar que la suerte del poder judicial está echada y se llegará hasta las últimas consecuencias. ¿y los justiciables? Bien gracias. Sus asuntos pueden esperar. ¿Y la democracia? Sin independencia judicial no hay democracia.
Profesor de la Universidad Panamericana
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