En México actual convergen un conjunto de calamidades sociales: enorme pobreza, desigualdades abismales, violencia incontenible, impunidad, corrupción, estado débil, diversidad cultural no atendida, crisis educativa, etc., este escenario dramático y alarmante hace imperioso realizar cambios en la educación nacional.
Esta idea, por lo visto, es universalmente compartida; lo que está, en cambio, a debate es el procedimiento para definir los cambios educativos que se requieren. Pienso, en concreto, en la reforma que impulsa la SEP que, según se habla, se pondrá en práctica en agosto próximo.
Razonando con lógica, el punto de partida de cualquier proyecto debe ser la definición de los fines y, una vez que se logra claridad en ellos, se aborda el asunto de los medios.
Al revisar los fines que postula la reforma de la SEP, surge una primera discrepancia. En los documentos de la SEP la definición de fines es oscura y uno de sus autores sostiene que la reforma debe dirigirse a los procesos (es decir, procesos educativos, pedagógicos) y no hacia los productos, como se hace convencionalmente. Es decir, se quiere transformar la educación encerrándose en la esfera de los medios sin tener claridad sobre lo que quiere lograr. (Atención: aquí vale la pena recordar a Albert Camus quien nos advertía que los medios pueden, a la postre, determinar los fines).
Los fines deben definirse explícitamente en términos de los intereses de la nación que es la forma de organización que México hizo suya desde 1821. Pero la SEP niega eso. Ella piensa (sus técnicos piensan) de otra forma: los fines educativos, sostienen, se deben elaborar a partir de los problemas de la comunidad local (barrio, colonia, ranchería) como lo han pensado algunos pedagogos, entre ellos Paulo Freire.
La educación “nacional”, dice el proyecto SEP, se construirá al final con la suma de las, millares, o inconmensurables, acciones educativas que tienen lugar en las comunidades locales.
Eso es totalmente absurdo. La definición de fines como fines nacionales tiene fundamento en la Constitución que nos define como nación, pero los autores de este proyecto (un pequeño grupo de académicos iluminados) hacen caso omiso de la ley y, por su mera voluntad, pretenden cambar la dirección de un sistema educativo que, en estricto sentido, pertenece a la nación.
Pasando ahora a la esfera de los medios. Una reforma debe iniciarse con una consulta nacional a la sociedad, a los maestros y a los padres de familia. Así lo dispone la ley. Pero esa consulta no se ha realizado --aunque los funcionarios de la SEP dicen que ya tuvo lugar porque el proyecto se presentó públicamente, sin información previa, en una serie de asambleas de maestros y autoridades realizadas con celeridad inusitada durante el primero semestre de 2022.
Con este pobre expediente no se puede afirmar que ha tenido lugar una consulta a la nación. Nunca en la centenaria historia de la SEP se ocultó tanto un proyecto educativo como o ahora ocurre. El secretismo, el espíritu conspirativo, la restricción de la discusión han sido notables en estos dos años. Los materiales de la reforma no han circulado abiertamente, etc. Se puede decir, categóricamente, que ni los docentes ni los padres de familia conocen en profundidad la reforma que se está imponiendo al país.
En realidad, se trata de un proyecto regresivo, oscurantista, construido sobre la base de consultas bibliográficas sectarias, con un claro perfil político y doctrinario, que reproduce el discurso presidencial bipolar que enfrenta al “neoliberalismo” con el “pueblo” y que pretende crear la versión populista de la educación.
Lamentablemente, la educación ha tenido desde los años 40 del siglo pasado una organización, no democrática, sino autoritaria, centralizada, burocrática y corporativa que se creó bajo el modelo de dominación priista y que ahora el gobierno de López Obrador y sus intelectuales de la SEP utilizan para imponer a la sociedad –sin debate previo-- una reforma educativa aberrante que sólo puede tener efectos deleznables.
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