¿Les suena Nikolai Jaritonov, Leonid Slutski y Vladislav Davankov? A mí tampoco. Son los tres candidatos que competirán este domingo en las elecciones presidenciales de Rusia por echar del Kremlin con el poder de los votos a Vladimir Putin. El primero de ellos es el candidato de lo que queda del Partido Comunista, pero, más que una deferencia por los ancianos y nostálgicos de la Unión Soviética, el poder Judicial (sumiso a Putin) ha permitido que concurra a las urnas porque apenas llega al 5% en las encuestas, al igual que los otros dos candidatos de partidos marginales, con un porcentaje similar. En otras palabras, los rivales en las urnas de Putin, al que vaticinan en conjunto un 15% como máximo frente a un 85% de Putin, son basicamente nadie.
Ni siquiera ha necesitado Putin una llamada al juez correspondiente para que anule sus candidaturas bajo cualquier pretexto, ni enviar un esbirro a matarlos, como hizo en su día con políticos con ambiciones presidenciales mucho más peligrosos para sus ambiciones de aferrarse al poder, como lo fueron los líderes opositores Boris Nemtsov, asesinado en 2015 mientras paseaba con su novia cerca del Kremlin, o Alexéi Navalni, muerto misteriosamente en una cárcel del Ártico ruso hace apenas semanas.
Nemtsov y Navalni sí eran alguien. No sólo tenían el carisma y el coraje suficientes para desafiar el terror del régimen de Putin, e inspirar de esta manera a miles de rusos a protestar en la calle y a reclamar libertades, sino que fueron el ejemplo de que muchos, muchísimos rusos, sí creen en la verdadera democracia.
Lo que nunca entendieron ambos, y ese fue su fin, es que Putin representa esa otra Rusia, coludida con la Iglesia ortodoxa tirana, que sólo entiende el poder absoluto y ultraconservador y centralista, y que, supo como pocos usar su inteligencia maquiavélica y su paso por el siniestro KGB para asaltar el poder y proponerse una misión sagrada: reconstruir el imperio ruso, pero no el zarista o soviético, sino otro creado a su imagen y semejanza, donde el valor principal no es absoluto la democracia, sino la patria tradicional y la fuerza bruta contra el que se oponga.
Por todo esto, que no es nuevo, cuesta trabajo entender por qué Navalni, quien sobrevivió milagrosamente a un envenenamiento por parte de agentes rusos y, ante el escándalo internacional, su equipo logró sacarlo del país e internarlo en un hospital de Berlín, decidió hace unos años regresar a Rusia, a sabiendas de que Putin tarde o temprano lograría asesinarlo, como asesinó a Nemtsov. De hecho, ninguno de los dos llegó siquiera a ser candidato presidencial que desafiará a Putin: fueron eliminados antes.
Quien sí llegó a postularse como candidato presidencial en estas elecciones 2024 y tenía una remota (remotísima) posibilidad de hacer algo de sombra a Putin fue el candidato antibelicista Boris Nadezhdin, pero, casualmente, la Comisión Electoral de Rusia anuló su candidatura, alegando que el 15% de las firmas que logró para avalar su postulación casualmente resultaron ser “irregulares”. Le fue bien a Nadezhdin, uno de los pocos diputados opositores que quedan en la Duma: podría haber acabado en la cárcel o muerto, como tantos otros disidentes políticos, exagentes, oligarcas, activistas o periodistas críticos (le fue bien de momento, veremos si es noticia o no en unos meses).
Y en definitiva, así son las reglas de juego en la Rusia de Putin y por qué nadie espera otro resultado que el que dé la victoria aplastante de Putin este domingo en una farsa de elecciones. Porque el modelo de Estado que propone es atemorizar a su pueblo en las urnas, con el bulo de que las libertades civiles son un invento de Occidente y todo lo que venga de Occidente es antirruso.
La realidad, para desgracia de los rusos, es otra. El modelo que Putin aplica en Rusia exige a sus ciudadanos que aprueben su régimen y castiga al que no lo haga, con casos aberrantes como el que acabó en la cárcel porque su hija hizo un dibujo contra la muerte de niños en la guerra de Ucrania.
Así que, pierdan toda esperanza los que anhelan un derrota de Putin y prepárense para otro sexenio, en el que espera la rendición de Ucrania y la posible invasió de otro país, siempre con la amenaza de usar su armamento nuclear.
Espera también que su “tonto útil” favorito, Donald Trump, gane las elecciones de noviembre, para anular a Estados Unidos y que gane cuatro años vitales para convertir a Rusia de nuevo en un imperio y en una amenaza.
La noche del domingo o del lunes veremos al comando de lamebotas caribeños —el venezolano Nicolás Maduro, el nicaraguense Daniel Ortega y el cubano Miguel Díaz-Candel— saltar de alegría por la victoria del imperialista Putin, ya que será una garantía para que ellos puedan profundizar en la consolidación de sus países en dictaduras imbatibles.
Pero lo triste no es sólo que que tres aspirantes a dictadorzuelos latinoamericanos —u otros mucho más peligrosos como el sirio Bachar al Asad, el norcoreano Kim Jong-un o el chino Xi Jinping— estén el mismo club de fans de Putin, sino que otros líderes que supuestamente defienden la democracia como el modelo menos imperfecto pero el único justo, sean incapaces de decir en voz alta lo que es Putin: un criminal de guerra, que está destruyendo Ucrania y asesinado a su pueblo, simplemente porque estos no quieren volver a ser parte de su imperio.
Y para que no haya duda de esa simpatía por Putin, el presidente Lula da Silva lo ha invitado a visitar Brasil próximanente y ha advertido que no obedecerá al tribunal de La Haya para que lo arreste por criminal de guerra, mientras que será difícil olvidar a las tropas rusas desfilando en 2023 en el Desfile de la independencia de México, para dejar claro, supongo, que a él no le molestan las tropas que invaden otros países, sino sólo las que invadieron México.
Copyright © 2024 La Crónica de Hoy .