La próxima semana se definirán las precandidaturas de la oposición y del oficialismo para la Presidencia de la República en 2024. Concluirán sus respectivos procesos seleccionando a quien los habrá de representar en la próxima contienda electoral. Más allá de las personas que habrán de encabezar la confrontación por el poder político, es necesario detenerse a reflexionar sobre la ausencia de ideas programáticas, prácticamente en todos los aspirantes, sobre el México que es posible construir. Se ha olvidado que la lucha democrática implica ofertas políticas. Hasta ahora las propuestas tanto de Morena como del Frente Amplio por México han sido genéricas y con escasas referencias al futuro más probable. Unos proponen la continuidad del actual modelo económico y político prácticamente sin cambios, mientras que otros critican las estrategias seguidas añorando instituciones y políticas establecidas en el pasado que fueron canceladas por el actual gobierno.
Se ha privilegiado a la persona sobre las propuestas y es momento de que esto cambie. Los ciudadanos necesitan construir sus convicciones y razones íntimas por las cuales resulta un imperativo asistir a votar. Esta falta de ideas caracterizó tanto los procesos de Morena que se prolongaron durante 87 días, como los de la oposición que abarcaron 61 días. Salvo contadas excepciones, durante ese periodo estuvieron ausentes las posibles alternativas para construir un nuevo México con justicia, libertad y tolerancia. Es obvio que existe una crisis cultural e ideológica que afecta a partidos y candidatos. Toda sociedad y sistema político se rigen por la tradición, los valores, los ideales y por un imaginario colectivo que ofrece justificaciones y consenso. Una colectividad no puede sentirse unida solo por sus intereses y la satisfacción de sus necesidades materiales. Estos son vínculos provisionales e inestables. Aquello que determina la duración y la intensidad de la participación del grupo no reside en los sentimientos de pertenencia sino, como afirmaba Émile Durkheim, en los principios morales que de ellos derivan.
Sin embargo, no siempre somos contemporáneos de nuestro presente. La formación política de los ciudadanos se produce en el marco de las circunstancias que les toca vivir y que no son elegidas. Estas formas de socialización construyen en cada uno de los electores, las concepciones y representaciones que se convierten en el patrón para asumir e interpretar el mundo. Las circunstancias cambian, pero las antiguas formas de pensamiento no se transforman necesariamente de acuerdo con las condiciones existentes. El resultado es que se valoran los nuevos problemas que aparecen en el horizonte con la inercia de categorías aprendidas para pensar situaciones ya superadas.
En tal contexto, los ideales desempeñan en el sistema político las funciones de proyectar las propuestas-guía, los esquemas de referencia y los principios de identificación del grupo. Ellos orientan la acción colectiva hacia un proyecto de sociedad que ofrezca soluciones efectivas a las necesidades y carencias de la experiencia del presente. Después del desastre sexenal que heredaremos, existe la necesidad de tener confianza en quienes saben, tienen capacidades, conocen e interpretan la realidad. Sobre todo en el momento actual, cuando el mundo es más complejo y creer resulta más simple que pensar.
Las viejas formas del pensamiento siguen vigentes y muchas de ellas aún no tienen conciencia de que se han transformado innumerables aspectos del entorno de nuestras vidas. Los grandes ideales que miran al porvenir son un importante sostén en la construcción del consenso, invitan a la acción política y legitiman las aspiraciones de ciudadanos y partidos. La realidad se transformó radicalmente y las coordenadas de la reflexión política y social ya no pueden ser las mismas. Por ello, en este momento, el enemigo principal del cambio democrático es la ausencia de ideas y proyectos alternativos.
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